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LA POLITIZACIÓN DEL CONSEJO GENERAL DEL PODER JUDICIAL
 

Jesús Manuel Villegas Fernández,
Magistrado del Juzgado de Instrucción número tres de Guadalajara.
 

 

SUMARIO:

Es un lugar común afirmar que el Consejo General del Poder Judicial, máximo órgano de gobierno de la Justicia española, está politizado. Semejante acusación supone el cuestionamiento de la integridad personal de sus miembros. Sin embargo, nada hay que reprocharles a título personal. La situación actual, por el contrario, es el producto de una estructura legal diseñada per se para lograr el control político del sistema.

 

ABSTRACT:

It is commonplace to state that the top body of Spanish judicial administration (Council General of the Judiciary) endures a strong politicisation. Such a charge entails a question mark on its members´ honesty. However, there is no reason for personal criticisms. On the contrary, the present situation is the result of a legal structure which has been essentially scheduled in order to gain a political control of the system.

 

ÍNDICE

         1. Planteamiento de la cuestión: ¿está politizado el CGPJ?.

         2. Trasfondo de la cuestión: ¿qué hacer para politizar el CGPJ?

         3. Replanteamiento de la cuestión: la politización del Consejo como servicio a la democracia.

         4. Solución de la cuestión: El Manifiesto.

 

1. Planteamiento de la cuestión: ¿está politizado el Consejo General el Poder Judicial?

         El Poder Judicial español está enfermo. Esa parece, al menos, la opinión de ciertas voces que denuncian su “politización”. Tanto es así que, más de 1.450 miembros de la carrera judicial se han adherido a un Manifiesto hecho público a comienzos del año 2010 donde se llegaba a decir que peligraba la independencia de nuestra justicia.

         Diversas fueron las quejas de los signatarios pero, a la postre, la principal era el rechazo al régimen de provisión de los vocales judiciales del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). La anterior Ley Orgánica del Poder Judicial de 1/80 (10-I) estipulaba que doce de sus miembros serían elegidos por los propios jueces; en cambio, una vez derogada por la L.O. 6/85 (1-VII), se instauró un procedimiento en virtud del cual la carrera judicial perdía la facultad de escoger a sus pares; en cambio, todos los componentes del Consejo serían designados por el Parlamento. Los firmantes del Manifiesto propugnaban el retorno al método anterior. Y a aducían a favor de su propuesta que la reforma había sido el culpable, precisamente, de esa “politización”

         No se piense que era una opinión exclusiva de ellos: el catedrático Alejandro Nieto, por ejemplo, no ha tenido empacho en calificar la reforma de “golpe de estado”

         He aquí el punto de partida de nuestro estudio: casi un millar y medio de jueces manifiestan que la Justicia padece una grave politización, al tiempo que diagnostican la causa de la dolencia y prescriben un remedio. Preguntémonos, pues, si la tesis afirmada por este colectivo se amolda o no a la realidad. La respuesta a esta cuestión implica un examen allende la teoría jurídica; es ante todo, una cuestión política y, en cierto modo, filosófica. Ese será el objeto de nuestra reflexión.

         ¿Está realmente politizado el GGPJ? Esa es la opinión más extendida. El Consejo General de la Abogacía Española (CGAE) encargó en el año 2009 una macroencuesta a la empresa Metroscopia según la cual el 85 por ciento de los letrados creían que “el CGPJ se ha convertido en un órgano tan politizado que difícilmente podrá gestionar de forma eficiente e imparcial el funcionamiento de la justicia”. Este sentir también se percibe fuera de ese colectivo. Basta echar un vistazo a la prensa (un artículo paradigmático al respecto es el aparecido en el diario “El País” el 10 de noviembre del año 2010). El redactor esboza una imagen alarmante del gobierno judicial hasta el punto de atreverse a expresarse en estos términos:

         “(…) si por algo es codiciado ser vocal del Consejo, aparte del sueldo y tratamiento de Secretario de Estado, es porque sólo desde ahí se puede contribuir a sancionar o a elevar a las alturas a un juez amigo” (sic).

         Empero, una cosa es que se haya extendido la creencia de que el Consejo esté politizado y otra, bien distinta, que realmente lo esté. Tal vez nos enfrentemos a un tópico infundado. Algunos vocales de Consejo, en un artículo aparecido en el periódico “El Mundo” el 31 de mayo del año 2010 tachaban tales ideas de “clichés y bulos”. Sería menester, por consiguiente, hallar criterios objetivos que permitieran dilucidar a quién asiste la razón.

         Suele tomarse como síntoma de politización la arbitrariedad en el reparto de los cargos. Según la vox populi, algunas asociaciones judiciales funcionan como apéndices de los principales partidos políticos. En concreto, la Asociación Profesional de la Magistratura (con un 28´8 de los afiliados entre la judicatura) junto a Jueces para la Democracia (con un 11´5 de afiliación) ambas en conexión, respectivamente, con el Partido Popular (PP) y el Partido Socialista Obrero Español (PSOE). Necesitaríamos de alguna vara de medir que ayudara a calibrar hasta que grado esa hipótesis se ajusta o no a los hechos.

         Nótese que ambas asociaciones suman solamente el 40´3 por ciento de la carrera judicial, si bien copan el 70 por ciento de las designaciones para altos cargos efectuadas por el CGPJ3. Muy significativo es el lugar en que ha quedado la asociación Francisco de Vitoria (AFV) -sin conexiones partidistas conocidas- la cual supera en número de asociados a Jueces para la Democracia (Jpd). Y, pese a ello, ésta excede a aquélla en una proporción de más del triple de puestos con los que ha sido agraciada por las decisiones del Consejo.

         Eso por no hablar del Foro Judicial Independiente (FJI), de tendencia estrictamente profesional, relegado a la nada institucional. Estas presencias y ausencias, según la exégesis más común, estarían en función de la proximidad al poder político.

         A la vista de todo ello, no es aventurado concluir que existen indicios racionales de politización. Ante unos datos tan elocuentes, las manifestaciones del los vocales antes citados suenan a meros alegatos defensivos, con escaso valor exculpatorio. Eso sin atender al consenso social que ha dictaminado la politización del gobierno judicial. Si sólo nos atuviéramos a ese extremo, habría que colegir que nos hallamos ante un hecho notorio.

 

2. Trasfondo de la cuestión: ¿qué hacer para politizar el Consejo General del Poder Judicial?

         La palabra “politización” se utiliza como arma arrojadiza. Es más bien un término descalificativo que un vocablo dotado de un contenido preciso. Preguntémonos de qué se acusa a alguien cuando se dice que está “politizado”. ¿Acaso se está atacando su honradez personal? A tenor de lo que se lee en prensa, diríase que el Consejo lo forman una caterva de estómagos agradecidos movidos al son de las golosinas con que les obsequian los poderosos. Pero no es así. El vocal, una vez elevado a la dignidad del gobierno judicial, sigue siendo el mismo magistrado que era un minuto antes de su toma de posesión. A lo ojos de muchos, en cambio, parece que operara una transubstanciación, casi un ritual mágico de perversión. Sin embargo, sabemos que, por muchos defectos que aquejen a nuestros jueces, la magistratura española, en su abrumadora mayoría, es un cuerpo íntegro. La corrupción, al menos aún, no ha infectado a este poder del Estado.

         La ciencia de la Psicología avala esta tesis. Es ya clásico el estudio publicado en 1959 por Leon Festinger y James Carlsmith.4 Los autores revelan un mecanismo psicológico en cuya virtud las personas buscan la coherencia entre sus actos y creencias. Esto es, lo habitual es actuar conforme a los propios principios, de tal suerte que, cuando uno se ve forzado a hacer una cosa y decir otra, se desata un malestar al que denominan “disonancia cognitiva”. En la misma línea discurre el experto en técnicas de persuasión Robert Cialdini, según el cual, la aceptación social de un miembro de la comunidad depende en muy buena medida del mantenimiento de un mínimo de “consistencia” y “compromiso” (commitment). Si sus palabras y hechos no concuerdan, su imagen social experimentará un fuerte deterioro.

         En realidad, la politización del Consejo nada tiene que ver con la integridad de sus componentes. Es un asunto de “control”. Este concepto se cultiva en la teoría de sistemas y, muy en especial, en la cibernética. Es común definirlo en esta disciplina como la “elección de las entradas de un sistema a fin de que los cambios en las salidas se produzcan del modo deseado -o de forma similar”6. Esta aproximación, más bien confusa para el profano, viene a coincidir, no obstante, con la enseñanza jurídica.

         Así, una figura jurídica muy útil para entenderlo es el “grupo de sociedades”. En un seminario organizado en el año 2006 por el CGPJ se alcanzaron unas más que interesantes conclusiones, principalmente al ámbito laboral, pero predicables de otras ramas del ordenamiento. Los autores explicaban dicha situación como una “relación de dependencia” en la que uno de los polos ocupa una posición de subordinación condicionada por la presencia de un único poder. Esta teoría fue en sus orígenes una creación jurisprudencial atenta, no al cascarón formal de las instituciones legales, sino a su contenido material. En este ambiente intelectual nació la doctrina del levantamiento del velo, a la que la sentencia del T.S. de 26 de diciembre del año 2001 vincula a la “realidad de la vida” o al “poder de los hechos”,

         Pero es en el Código de Comercio donde se nos muestra una de las caracterizaciones más precisas. Con arreglo a su artículo 42, “existe grupo cuando una sociedad ostente o pueda ostentar directa o indirectamente el control de otras”. Y en el apartado b del mismo precepto incluye como uno de dichos supuestos la facultad de designar a los miembros del órgano de administración de otra empresa. En tales casos, en toda lógica, se les exige a los integrantes del grupo que consoliden sus cuentas mercantiles.

         Si manejamos estas herramientas intelectuales para desmontar el armazón estructural de la actual LOPJ, nos apercibiremos palmariamente de que se busca el “control” del Poder Legislativo sobre el gobierno del Poder Judicial. Tal como se adelantaba, aparece una conexión bimembre en la que una de la partes tira de las riendas, puesto que determina las entradas del sistema. A la postre, y en términos más llanos, el objetivo es que manden los políticos, ya que en sus manos reside el poder de colocar a los jueces que les interese en los puestos de su autogobierno.

         El juez al que depositan en la cúspide del gobierno judicial no se siente como una pieza de una maquinaría de dominación política. Varios “dispositivos epistémicos” (en terminología foucaltiana) contribuyen a conjurar la disonancia cognitiva. Veámoslos:

         En primer lugar, la distinción entre funciones gubernativas y las jurisdiccionales. Conforme a tal constructo teórico, el Consejo es un ente político, encargado de gobernar a la carrera; los tribunales, por el contrario, son órganos judiciales donde se juzga y se hacer ejecutar lo juzgado. De esta manera, un magistrado, en tanto que vocal, haría política; en cambio, en tanto que juez en estrados, aplicaría la Ley. De ahí que nada tendría de reprobable el control al que está sometido.

         Agreguemos, en segundo lugar, otro dispositivo más sofisticado. Éste, tan finamente afilado, que sirve para perforar la membrana aislante entre política y justicia sin dolorosas disonancias. De este modo, incluso cuando un juez se sienta en estrados, encontraría un resquicio para hacer política…y sin remordimientos.

         La clave la proporciona un lugar común del positivismo jurídico. Lo explican con gran maestría los filósofos del Derecho Carlos Alchourrón y Eugenio Bulygin, recogiendo los planteamientos del mismo Kelsen8. La idea es ésta: cuando el juez se topa con una laguna jurídica, está obligado a resolver. Ahora bien, son varias las opciones legítimas. No hay una solución única. Por tanto, dentro de ese marco goza libertad para atender a sus inclinaciones políticas. Tal como enseñan los citados autores, es la fórmula civilística de las obligaciones alternativas: si Ticio tiene la obligación de entregar a Sempronio un caballo o una vaca, cumple dándole cualesquiera de los dos animales. Igualmente válido, claro está, si se pactó un asno o un elefante.

         Combinando estos dos elementos surge, más que una doctrina, el germen de una ideología apta para justificar la politización del gobierno judicial. Eso sí, a poco que la examinemos críticamente, mostrará su endeblez. Y es que tales dispositivos no pertenecen al reino del Derecho, sino al de la Retórica. Son artefactos psicológicos diseñados para persuadir, ganar adeptos. Explicaremos por qué:

         El aislamiento entre funciones políticas y judiciales únicamente se sostiene en el mundo de las ideas, mas no en la “realidad de la vida”. No olvidemos que entre las atribuciones del Consejo se cuenta la designación de los miembros del Tribunal Supremo o las facultades en materia disciplinaria. Todas ellas, aunque no constituyan en si mismas el poder de ejecutar y hacer ejecutar lo juzgado, sí que influyen en él. La profesora Inmaculada Sánchez Barrios lo expone brillantemente:

         “(…) y dadas las funciones que tiene atribuido ese órgano (nombramientos, ascensos, inspección y régimen disciplinario, entre otras), puede ponerse en difícil tesitura la independencia e imparcialidad de aquellos que, en determinados momentos de su carrera profesional, no estén dispuestos a adoptar posturas quizás heroicas o a contracorriente”.

         He aquí el quid de la cuestión, que nos conduce al segundo de los dispositivos epistémicos. Muchas de las atribuciones conferidas a los vocales poseen un neto carácter técnico. Por ejemplo, la resolución de un expediente disciplinario. Aparentemente, la política no tendría cabida alguna. Pero aquí actúa el positivismo que libera al juez de la tiranía de la Ley: al aplicador de la norma se le reconoce un ancho margen para escoger la solución que más convenga políticamente al caso. La Filosofía jurídica actual, como la Teología de antaño, calma las conciencias más escrupulosas, repitiendo como una letanía que acabaron los tiempos de los jueces autómatas de Montesquieu. Ahora, el magistrado se transmuta en creador del Derecho y, en consecuencia, atento a la opinión pública, permeable a los valores extrajurídicos, en una palabra, “socialmente comprometido”. A fortiori, si toca proponer a un candidato para un suculento cargo, la noción de “mérito y capacidad” será elásticamente interpretada hasta encontrar a alguien que sea ideológicamente fiable. E, insistimos, sin remordimientos.

         En el fondo late la polémica Dworking adversus Hart, que excede los límites de este estudio. Lo que interesa ahora, no obstante, es que en la actual cultura jurídica patria, pocos tienen agallas para extraer las últimas consecuencias de ese modelo de juez plácidamente abierto a los estímulos ideológicos. ¿Por qué? Porque a la postre el Poder Judicial terminaría suplantando al Legislativo. La solución, por el contrario, pasa por pergeñar una ambigua componenda. En el citado artículo de “El Mundo” de 31 de mayo de 2010, su redactores proclaman que “no hay sentencias políticas, sino lecturas o interpretaciones políticas de lo que no es sino aplicación de la ley que encarna la soberanía popular”. Como vemos, otra vez esa mezcolanza entre política y justicia que supuestamente deseaban rehuir. Es el alma de nuestro CGPJ: la confusión institucionalizada.

         He aquí, pues, los dos artilugios psicológicos antes mentados. Los partidarios del sistema, no obstante, rebaten tales críticas. Uno de los argumentos favoritos de su argumentario es que los vocales, una vez nombrados, no obedecen más que a su conciencia. Si esta afirmación fuese acertada, no se satisfarían los requisitos del “control”, ya que los políticos determinarían las “entradas” (inputs), pero no las “salidas” (outputs) del sistema.

         No son las cosas tan sencillas, empero. En el clásico trabajo citado, Festinguer y Carlsmith, detectaron que: “en tanto que las recompensas o amenazas de castigos se incrementan, la magnitud de la disonancia cognitiva decrece”. Id est, que las personas son propensas a alterar sus creencias cuando reciben poderosos estímulos como represalias o prebendas. Y no son pocas las dádivas que comporta un cargo de esta naturaleza. No es de extrañar, pues, la evolución interior que muchos atraviesan cuando la vida les muestra que los viejos sueños de juventud han de plegarse al pragmatismo. Y ninguna ocasión tan propicia para la mudanza espiritual como la de ser ascendidos a las alturas del poder. No es una numinosa transubstanciación, sino un común mecanismo psicológico que el poder político sabe aprovechar.

         Este dispositivo se complementa con una cautela muy eficaz: el marcaje de los candidatos. Antes de promover a un determinado magistrado a un cargo de responsabilidad gubernativa, conviene averiguar cuáles sean sus simpatías políticas. Un método muy sencillo es encasillarlo dentro de alguna asociación judicial. Por eso son sus afiliados los que suelen llevarse la parte del león en el reparto institucional. A los jueces independientes se les hace saber implícitamente saber que un flamante carné de socio es el mejor salvoconducto para el viaje hacia el poder. Ahora bien, debe ser una asociación de inequívoca tendencia ideológica. A las demás, como atestigua la estadística, sólo les tocan las migajas. Mejor no correr riesgos. Consecuentemente, a los políticos les sobra con colocar a sus hombres en los puestos clave, sin tirar de la cuerda del títere. En los grupos empresariales el objetivo es la “rentabilidad”. Consiguientemente, la sociedad dominante no se preocupa de la “gestión interna” de la dominada, sino de los resultados. El “interés común” acompasará su funcionamiento. Si hablamos, en su lugar, de poder político (sociedad dominante), poder judicial, (sociedad dominada) más prebendas (interés común), los paralelismos son evidentes. Agreguemos una ideología diseñada ad hoc y el sistema marcha razonablemente, sin excesiva incomodidad psicológica de sus componentes.

         El catedrático Alejandro Nieto lo aclara en estos términos:

         “En resumidas cuentas, el gobierno ya no tiene necesidad de intervenir en la actividad judicial influyendo sobre los jueces caso por caso, manchándose así las manos una y otra vez. Lo único que tiene que hacer es ocupar el CGPJ con personas de su total confianza política y luego dejar que estos realicen por sí mismos todo el trabajo sucio”.

 

3. Replanteamiento de la cuestión: la politización del Consejo como servicio a la democracia.

         “El presidente del Consejo del Poder Judicial, elegido primera autoridad judicial del Estado por José Luis Rodríguez Zapatero, se decantó ayer por sus profundas convicciones personales y religiosas para votar en contra de la nueva ley del aborto”.

         El diario “El País” el 24 de julio de 2010 ofrecía de esta guisa su versión de uno de los debates, especialmente polémico, que dicho año sacudió al Consejo. El articulista lo hace en un tono que sonaría estridente para la mayoría de los magistrados españoles. Dentro de la judicatura se estila un peculiar lenguaje políticamente correcto que obligaría, para decir lo mismo, a acudir a circunloquios y eufemismos. Pero, en privado, nuestros jueces se sincerarían de una manera muy parecida. Se trata solo de levantar el velo.

         La profesora María Ballester Cardella, ganadora de la edición 2006 del premio “Rafael Martínez Emperador” (que otorga precisamente el CGPJ), distingue entre una “realidad jurídica” y otra “realidad política”12. Si atentemos a esta última, es vox populi que la mayoría de los magistrados españoles son “conservadores”; o, en Román paladino, “de derechas”. Ergo, si se les devuelve la facultad de decidir sobre el gobierno judicial, uno de los poderes del Estado se escorará hacía intereses políticos muy determinados. El Manifiesto de los 1.500 no sería sino una mera reacción corporativa. Por el contrario, nada tendría de rechazable que el jefe de los jueces debiera su cargo al Presidente de la Nación. Eso es democracia.

         He aquí la piedra angular que sobre la que se erige el proyecto de “politización” del Consejo. Si los políticos son los representantes de pueblo, ¿qué hay de malo en que manden sobre los jueces?

         Basta aguzar el oído para percibir cómo, aunque con un lenguaje más alambicado, esa es la doctrina oficialista. La citada autora habla de la conveniencia de una “cierta armonía” entre el Consejo “y los poderes políticos encargados de dirigir la acción política del Estado”; o bien de “sintonía” que se favorece con la designación parlamentaria de los vocales. El problema surge, con todo, cuando se trasmite a la opinión pública la “imagen” o “sensación” de politización. Sería, a la postre, un asunto de decoro. En opinión de la citada profesora, resultaría perfectamente plausible “suprimir la sensación de politización del sistema de selección de los vocales del CGPJ sin alterar el modelo de designación de los integrantes de origen judicial”.

         La dificultad radica, no en que la Política determine la composición del Consejo, sino en el patético espectáculo que ofrecen los partidos políticos cuando se entregan, como críos chillones que juegan a los cromos en el patio del colegio, a un impúdico cambalache. La solución, por tanto, consiste en compelerlos al consenso merced a la búsqueda de mayorías reforzadas. O sea, fomentemos el “pluralismo ideológico” pero, sin incurrir en “partidismos”.

         Otra deficiencia del sistema proviene de la insatisfacción que cunde entre la carrera judicial cuando se arroja a sus miembros a la merced de unos dignatarios que los gobiernan, pero que ellos no han elegido. Es menester, entonces, proporcionarles alguna válvula de escape para que no se queden con la impresión de estar enjaulados en una estructura completamente ajena.

         En esa línea discurrió la Ley Orgánica 20/01 (18-VII) que permite a los propios jueces presentar candidatos a las Cámaras -en una proporción de tres a uno- para que sean éstas las que -por mayoría de tres quintos- hagan la selección definitiva. El modelo no implica gran pérdida de poder político, ya que aquellos no se escogen mediante el cauce de un hombre/ un voto, sino a través del filtro de las asociaciones judiciales, algunas de ellas muy próximas a los partidos. Eso sí, dado que casi la mitad de la judicatura no está afilada, se les concede a los jueces independientes la facultad de aportar sus propios nombres, siempre que vayan respaldados por avales que sumen al menos el dos por ciento de todos los miembros en activo.

         Pese a tales esfuerzos, el sistema sigue sin funcionar adecuadamente. Y parece poco probable que lo haga. Los partidos políticos compiten por los votos. Sus relaciones son fundamentalmente antagónicas. Es ilusorio pensar que, motu proprio, vayan a renunciar a colocar a sus hombres clave en los puestos de poder. Al contrario, lucharán fieramente hasta por el más deslucido de los sillones. Asombra la ingenuidad de la citada autora, según la cual:

         “Los riesgos de la siempre criticada politización del órgano de gobierno de los jueces sólo son superables eliminando la pugna política de los distintos partidos para determinar su composición”.

         Pedir a los partidos que abandonen la “pugna política” es tanto como convencer a un lobo de que se haga vegetariano. Y es que los partidos están para hacer Política; y los jueces, Justicia. La promiscuidad entre ambos está abocada a engendrar bastardos.

 

4. Solución de la cuestión: El Manifiesto.

         “Los socialistas podrán mandar en los poderes Legislativo y Ejecutivo, pero los populares mandan en el judicial”.

         Según la autora Inmaculada Sánchez Barrios, esas palabras se atribuyeron a un dirigente político conservador cuando el PSOE arrasó en las históricas elecciones de 198216. Tres décadas después, persiste la idea de que la judicatura española es, fundamentalmente, “de derechas”.

         Se comprende, pues, que las formaciones políticas de izquierda sean reacias a instaurar un sistema de democracia interna para el gobierno del Poder Judicial.

         Si este razonamiento es correcto, a los sectores conservadores convendría retornar al modelo de la Ley Orgánica de uno de julio de 1985. Y, pese a ello, durante las dos legislaturas consecutivas durante las que gobernó el PP (1996-2004, la segunda con mayoría absoluta), no lo hicieron. ¿Por qué?

         La respuesta está en el “control”. Es mucho más eficiente para los partidos políticos influir por sí mismos sobre el Poder Judicial a confiar en que los integrantes de éste dancen voluntariamente al son que aquellos les marquen. El debate actual sobre la politización de la Justicia no se orienta a desideologizar al Consejo, sino a ocultar a la opinión pública el reparto del pastel que se cuece en sus cocinas.

         Pero no es sólo eso. El juez español ha sido educado en la filosofía de la estricta sumisión a la Ley. Según nuestra tradición, una vez prestado el juramento, debía hacer un esfuerzo sobrehumano por olvidar sus simpatías personales y vendarse los ojos. La doctrina dominante impelía psicológicamente a los jueces a la “neutralidad”, “asepsia”, “objetividad” y, en definitiva, a una actitud de profilaxis ideológica. Obviamente, era una meta inalcanzable, puesto que los prejuicios siempre yacen en los sótanos de la psique pero, al menos, se tendía asintóticamente hacia ese límite. Y, con bastante éxito, por cierto. Es frecuente que las decisiones de nuestros magistrados sean impredecibles, con gran quebradero de cabeza para los abogados y, sobre todo, para los políticos. En realidad, los pronunciamientos de los tribunales han sido un enigma incluso para los mismos jueces, pues habían sido adiestrados para luchar anticipadamente contra sus propias preferencias. Lo contrario habría generado, como subproducto emocional, un nivel de intolerable disonancia cognitiva.

         Este modelo de juez es peligroso para el poder político. Lo que se necesita es una pieza que encaje suavemente en el sistema, bien engrasada para evitar fricciones. De ahí, por consiguiente, la urgencia en cambiar la mentalidad y, para ello, la implantación de una nueva filosofía. Ahora se pide al juez que se manche la toga, que descienda de su torre de marfil a la arena social. Pocos como el filósofo postestructuralista Michel Foucault intuyeron tan claramente la fusión entre saberes y poderes, los cuales se imbrican recíprocamente en una “episteme”, o dispositivo psicológico de dominación al servicio de la oligarquía de turno.

         Imaginemos el estropicio que armaría un juez elevado al Consejo si obrara ajustado exclusivamente a criterios objetivos. Así, a la hora de votar a un candidato, pongamos, para el servicio de inspección, sólo se fijaría en el curriculum; o al resolver un expediente disciplinario, prestaría oídos sordos al sentir de la opinión pública; igualmente, evaluando a los aspirantes al Tribunal Supremo, no miraría mas que a su mérito y capacidad. O, al menos, lo intentaría de corazón, aunque el fantasma del prejuicio le rondara muy a pesar suyo. Todo ello huyendo de la ideología como de la peste. Ese vocal imaginario sería la pesadilla de los partidos.

         Hemos cambiado de paradigma. Ahora la labor de los jueces, como diría Alejandro Nieto, es “la continuación de la política por otros medios18”. Por eso, lo lógico es la politización del gobierno judicial.      

         Lo curioso, empero, es que el Tribunal Constitucional, en su famosa sentencia de 29 de julio del año 1986, optó por una visión neocorporativa del gobierno judicial. Afirmó sin tapujos que la composición del Consejo debía reflejar el “pluralismo existente en el seno de la sociedad y, muy en particular, en el seno del Poder Judicial”. O sea, que los doce vocales de origen judicial debían representar la ideología de nuestros magistrados. ¿Y si son de derechas?...pues mala suerte. El TC no daba carta blanca a los políticos para controlar el sistema. Al contrario, los exhortaba a que no lo hicieran. Entonces, ¿por qué no expulsó esa norma de nuestro ordenamiento? Porque confiaba en que los partidos, por su propia iniciativa, buscasen a los candidatos que mejor representasen las tendencias de nuestra carrera judicial. Exactamente lo mismo que propugna la doctrina académica afecta al régimen, que basta para eliminar la politización el compromiso responsable de los parlamentarios, sin necesidad de cambiar la Ley. Un cuento de hadas.

         Desde estas premisas, el Manifiesto de los 1.500 en manera alguna se opondría a la interpretación constitucional. Si esa docena de vocalías ha sido concebida para dar cabida a la pluralidad ideológica de la magistratura, deben ser los mismos jueces quienes elijan a sus miembros. Y por sufragio universal, directo y secreto. Claro está que esto no se lo cree nadie. La meta final es el control político. Aunque al precio de un elevadísimo costo ante la opinión pública, pues el prestigio de nuestro Consejo está por los suelos. Aunque la disonancia cognitiva de los implicados se mueva dentro de márgenes soportables, este sistema no logra encubrir el descrédito social descrito por Cialdini, habida cuenta del inmenso desfase entre la realidad jurídica y la realidad política. Nadie se rasgue las vestiduras, pues, si los periodistas van por ahí contando que el Presidente del CGPJ es un lacayo del Gobierno.

       ¿Cuál es la solución?

         Para el poder político, un gran pacto de Estado con el que subyugar a la judicatura. Por ejemplo, acabar con el sistema de oposiciones para el reclutamiento judicial, de modo que, cada vez que un nuevo juez acceda a su cargo, lo haga filtrado por la Universidad, equilibrando la proporción entre progresistas y conservadores con respeto a un cupo preestablecido. Una justicia de proximidad al margen de la carrera sería un eficaz factor coadyuvante. Asimismo, la Escuela Judicial adoctrinará a los novatos en el ocaso de la asepsia ideológica: los jueces son servidores del pueblo y, por tanto, deben vibrar en sus decisiones al compás de los deseos de la opinión pública. Del mismo modo, hay que recortar las atribuciones de los órganos judiciales: la Nueva Oficina Judicial ha de cambiar la mentalidad de los jueces hasta hacerles comprender, de una vez por todas, que ya no son los jefes de los tribunales. Esa labor les toca a los secretarios, políticamente jerarquizados. Igualmente, habrá que suprimir la figura del juez instructor y endosar la investigación criminal a la Fiscalía.

         En suma, poco a poco, se irá asegurando el control político sobre el poder judicial. Pero, ¿y en cuanto a la composición del Consejo? Muy fácil, dejar todo como estaba, pero sin jugar a los cromos en público. Los trapos sucios se lavan en casa. Una cena en un buen restaurante entre los prebostes del gobierno y la oposición sería suficiente para avanzar hacia un nuevo estilo, el de la reserva. Hay cosas que el decoro aconseja hacer a solas.

       Pero, ¿qué tienen que decir los ciudadanos?

         Al justiciable, al contrario que al político, le interesa una justicia cuanto más neutral mejor. Nótese que hablamos de “interés”, no de compromiso moral ni de otras monsergas. Es algo tan simple como que, si alguien se juega ir a la cárcel o ser desahuciado de su vivienda, espera un sistema que le garantice seguridad jurídica. Cuando el abogado le explica la ley a su cliente, lo hace en la creencia de que el juez la aplicará. Si éste la tuerce para satisfacer sus preferencias ideológicas (o las de sus padrinos políticos) se induce un deslizamiento de la esfera de intereses fuera de la sala del tribunal. Se crea indefensión. Insistimos, no se trata de retornar a una concepción ética de la Justicia (aunque no sería incompatible), sino de facilitar el simple cálculo de rentabilidad social: el juez ideologizado no sirve al litigante (en el doble sentido del verbo “servir”: ni es su servidor, ni le vale para nada).

         Por eso mismo los políticos se sienten tan inquietos cuando se destapan los trapicheos de la trastienda del CGPJ. Éste órgano determina la composición del Tribunal Supremo, nuestra corte de casación, no lo olvidemos; por tanto, si se vicia la cúpula, se contamina toda la estructura. Esa distinción entre funciones gubernativas y judiciales es una farsa montada para garantizar el control del sistema. Y los ciudadanos lo saben.

         El Manifiesto de los 1.500 es la mejor iniciativa con la que contamos hasta la fecha para sanear el sistema. Obviamente, no es suficiente, pero constituye un excelente punto de partida. Lo ideal es que el Consejo se provea de los mejores. Por un lado, democráticamente elegidos por los jueces según el principio de un hombre/un voto; por otro, sólo con aquellos que hubieren superado un estricto marchamo de calidad. Deberían, pues, buscarse candidatos de trayectoria profesional intachable, veteranos endurecidos en la ardua batalla del trabajo diario en nuestros atascados juzgados. En la actualidad, ha medrado una casta cuyos integrantes, cuáles ranas saltarinas, brincan de un cargo a otro, con acrobática habilidad para hacer de todo menos poner sentencias. Esos especímenes no nos interesan. Si las togas cuelgan lustros de la percha, se apolillan. Asimismo, queremos los mejores cerebros, aquellos que despuntan por su brillantez intelectual, debidamente acreditada con los datos de un curriculum sometido a un implacable examen objetivo. Da igual si resultan ser de derechas o de izquierdas, porque su cometido es no atender más que a la pulcra aplicación del Derecho. El T.C. imaginaba el Consejo como un microcosmos aglutinante de la ideología del pueblo español y la de sus jueces, si bien no ha conseguido más que alumbrar a un engendro que nos abochorna a todos con los espasmódicos retortijones de sus reyertas intestinas.

         Estas propuestas se les antojarán a algunos ranciamente reaccionarias; un retorno a la meritocracia. Pues bien, es ese es exactamente el objetivo, un gobierno judicial de los mejores, es decir, los más íntegros y los más preparados. Necesitamos otro modelo: que la Justicia tome el lugar de la Política.

 

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