El Paraíso Olvidado de la Seguridad Jurídica

Admin, 29/11/2015

Mª Adoración Fdz. Maldonado

Notario de Albacete

 

 Nadiantefé agachó la cabeza y cerró los ojos, esperando el letargo que ya conocía.

 Conservaba intacta la memoria de siglos, pero había aprendido a vedarla siempre que volvía confiando en que esta vez el presente escribiera una nueva historia.

 Antes del adormecimiento que invariablemente le llegaba tras los tiempos de fatiga interminable, quiso rememorar la historia fértil, rica y próspera de la que había sido testigo en aquella ciudad, en la ocasión en que pensó que todo sería distinto…

 Evocaba el principio de aquella tierra que un día solo fue una aldea donde los hombres pescaban, cazaban, nacían y morían siguiendo sus costumbres.

 Evocó cómo esos primeros hombres dieron vida a otros que, participando del discernimiento de los dioses, hicieron de la tierra pedregosa el suelo de su alimento mientras empezaron a pensar en quedarse allí, protegiendo sus cuerpos bajo techos y sus miedos bajo normas, y así ordenaron sus recelos escribiendo esas costumbres y llamando a unos hombres más fuertes y sabios que los demás para velar por su cumplimiento.

 Y la aldea fue creciendo, haciéndose ciudad, murieron y nacieron otros hombres, algunos de los cuales tuvieron la fortuna de escuchar a sus ancestros contarles todo aquello, y su entendimiento les llevó a concluir que podía haber normas para la ciudad, necesarias, guardadas incluso con la fuerza por unas autoridades que iban asentándose con el paso de los tiempos, bajo nombres cambiantes pero con propósitos uniformes, junto a otras normas para las vidas de los hombres, con las que ellos edificaran sus mundos y haciendas. Creyeron además que sería bueno que tuvieran quien pudiera ayudarles a usarlas.

 Así se les ocurrió que una parcela apartada del ruido de la ciudad, tranquila y soleada, sería el lugar para cultivarlas.

 Revivió Nadiantefé cómo sintió despertar de nuevo su ánima cuando la llamaron para hacerse cargo de aquella parcela, lo que, por cierto, ella había hecho durante siglos bajo nombre cambiante pero con propósito uniforme….

 Y pasaron inviernos en la ciudad que fue prosperando en aconteceres hechos historia, en uniones que dieron proles y familias, en actividad devenida en comercio y riqueza, en conocimiento convertido en ciencia, y hasta en sueños que se hicieron mitos.

 En ella, Nadiantefé acotó la parcela que le habían encomendado, y allí fue plantando las normas que las autoridades con nombres cambiantes habían ido creando, y con cada una de ellas cultivó árboles que crecían sanos y firmes, guardados por las manos y mirada vigilante y orgullosa de Nadiantefé.

 Los hombres acudían allí y le pedían formas que querían propias y únicas para edificar sus vidas y uniones, sus casas y familias, y aún para cuidar de su muerte y su destino.

 Nadiantefé buscaba el árbol apropiado, y de él extraía un fruto especial y distinto para cada uno, y aquellos hombres, iguales y diversos, sentían que esos frutos los hacían ciudadanos libres.

 Sin embargo, con el paso de los inviernos, las autoridades empezaron a tener propósitos que ya no eran uniformes y, como no llegaban a acuerdos, convinieron en multiplicar sus nombres, que ya nunca más serían cambiantes, y para no confundirse, partieron la ciudad en pequeñas ciudades en las que cada uno de ellos tendría potestad y dominio. Todos ellos, en aquella próspera ciudad, sí concordaron en que los hombres para estar más seguros necesitaban más normas que las pocas que Nadiantefé cultivaba en su soleada arboleda.

 Y todos y cada uno de ellos emprendieron viajes y estudios, acudieron a sabios o a hechiceros, y encontraron sus propias normas que llevaron con satisfacción a Nadiantefé, exigiéndole que los frutos de aquellos árboles superiores que ahora le daban fueran utilizados por encima de los frutos de los viejos árboles que habían sido los formadores de vidas y haciendas de hombres antiguos.

 Nadiantefé empezó a recibir aquellos arbustos nuevos, que apenas cabían en su arbolado, por lo que hubo de recopilarlos y ordenarlos colocándolos junto a los tradicionales en función de su uso, creando a su vez pequeñas parcelas dentro de su gran tierra para evitar que los hombres se confundieran al recibir los frutos que pedían para conformar sus vidas.

 Pero pronto vio que los nuevos árboles crecían de manera desmesurada, que sus troncos se fundían en formas imposibles de separar y de aquellas ramas retorcidas nacían frutos extraños. Advirtió a las autoridades que sería mejor extirpar algunos árboles, pero cada una, viendo a las demás imperfectas e insignificantes, sabiéndose en posesión de la verdad, volvía a traer un árbol nuevo que Nadiantefé debería utilizar. A veces le dejaban podar alguna rama de los antiguos, pero otras olvidaban hasta que existían, y sin embargo seguían ocupando espacio. Todas las autoridades seguían pensando en el bien de los hombres y pese a sus nombres diferentes, con actos concurrentes, decidieron que ese bien exigía que aquellos árboles dieran fruto el mismo día, y que fueran usados obligatoriamente, aunque ni ellos ni Nadiantefé supieran para qué.

 Nadiantefé se supo desbordada, pero no quiso abandonar y empezó a intentar armonizar la masa identificando cada árbol con una nota en su corteza que decía su nombre, su especie, su relación con otros. La desesperanza hizo presa en ella al ver cómo cada identificación debía cambiarse al escribir otra, y esta al escribir la siguiente, y de nuevo esta con la anterior y las antiguas, …

 La hermosa parcela plantada con orden, se hizo bosque espeso de tierra blanda y cenagosa en la que no se podía transitar sin resbalar. Aquel lugar al que los hombres acudían como territorio de esperanza y libertad para conformar sus mundos, solo producía sombra y pesadumbre, por lo que las autoridades con propósito de nuevo uniforme, y siempre por el bien de los hombres, obligaron a vallarla tan alto que ya no se sabía qué había allí y, cuando los hombres acudían a Nadiantefé, ella sólo podía dudar entre aquellos frutos cada vez más pesados, difíciles de germinar, y que sabía que volverían a ser sustituidos muy pronto. Las plagas de la inutilidad, la dispersión, la confusión y la ignorancia acabarían con ellos, pero no antes de haber sido cargados por los hombres durante un tiempo.

 Y en ese invierno brumario, con la memoria de siglos que ella había vedado para que el presente escribiera en esta ocasión una historia distinta, Nadiantefé cerró los ojos para sumirse en el letargo apesadumbrado que producen las épocas inseguras, sin dejar de rogar que esta vez el siglo no terminara con letras de confusión y desconcierto, que el campo de las normas que regían las ciudades y los hombres fuera purificado y acrisolado con reposo hasta dejar pocos árboles sanos y firmes, crecidos con el tiempo necesario para poder entregar a los hombres aquellos frutos seguros, que ella y ellos reconocían, y que eran las normas que querían para edificar sus vidas en libertad.

 

 Alfredo se despertó sobresaltado y empapado en sudor frío, pese al cálido otoño en Lahiguera Grande. Aún eran las ocho de la tarde y le había doblegado un sueño de cansancio después de varias horas de estudio de algunos de los nuevos cientos de preceptos legales dictados en los últimos tres meses para ser aplicados de inmediato.

 Frotándose los ojos ante la pantalla del ordenador, espera que el escalofrío que aún siente no venga de asociar el recuerdo de su sueño al desasosiego por la mayor incertidumbre jurídica sobre las normas aplicables que recuerda en su ya larga vida notarial.

 

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LOS NOTARIOS Y LA LIBERTAD

Domingo de Resurrección en Hellín (Albacete). Por Fotos Ortega.

Domingo de Resurrección en Hellín (Albacete). Por Fotos Ortega.

 

 

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