Comentarios al trabajo de José Antonio García Vila sobre «La posición procesal del tercer poseedor de finca hipotecada».

Admin, 14/05/2015

                  

LINO RODRÍGUEZ OTERO,

REGISTRADOR Y PREPARADOR DE OPOSITORES                       

 

Mi buen amigo José Antonio García Vila publicó el 1 de octubre de 2014, en este portal, un extenso y documentado trabajo titulado La po­sición procesal del tercer poseedor de finca hipotecada, que cier­ta­­mente no leí, porque en ese entonces estaba yo bastante atareado con otras cuestiones. Pero luego tuvo la gentileza de mandarme una separata, muy bien presentada, de la Revista Jurídica del Notariado, en la que consta­ba el referido trabajo, acompañada de una afectuosa tarjeta, en la que de­cía que el motivo era lograr una cariñosa discusión. Y como ahora tengo algo más de tiempo, comentaré algunos pasajes del repetido trabajo, en los que tengo una opinión un tanto distinta a la del autor.

 

  • 1. La fiducia cum creditore

En la página 357 de la Revista, al tratar de “Una breve excursión his­­tórica” nos dice que «para re­solver el problema económico que late en los derechos reales de garantía, en el Derecho Romano se acudió, desde un primer momento a dos figu­ras: la fiducia cum creditore y el pignus.

La forma más antigua de garantía es la fiducia cum creditore»

Es cierto que civilistas, romanistas e incluso hipotecaristas suelen ex­po­ner la materia, refiriéndose al Derecho romano, considerando que el orden cronológico de aparición de estos derechos era el siguiente:

  1. La fiducia cum creditore.
  2. El pignus, y
  3. La hipoteca.

Es indudable que conformarse con esta posición sería fácil y cómodo, pero a tal posición le he encontrado determinados inconvenientes y, por ello, no puedo admitirla.

Como ya sostuve, tanto en los “Elementos de Derecho hipo­tecario” co­mo en las “Instituciones”, la forma más primitiva de garantía entre los romanos había sido el “nexum”.

Mi opinión, en ese punto, fue tenida en cuenta no sólo por los opo­si­to­res y sus respectivos preparadores sino también en la última edición del Derecho hipotecario de ROCA SASTRE y ROCA-SASTRE MUNCUNILL, de cuya edición se encargó JOAN BERNÁ I SIRGO, el cual, en el tomo VIII, de­dica casi cuatro páginas (17 a 20) a la figura del “nexum”, tomando co­mo base mi citada obra de los “Elementos”, tomo II, 2005.

Pero ya en el año 2003, había publicado un trabajo, en Revista Crítica de Derecho Inmobiliario, año LXXIX, número 677, mayo-junio 2003, con el título de “El enigmático “nexum” como precedente de la hipoteca”, en el que trataba de modo más extenso la cuestión.

Pero, además de esto, creo que la fiducia cum creditore nunca pudo ser un negocio primitivo, pues teniendo en cuenta que se celebraba mediante mancipatio, ésta ya no es la mancipatio primitiva sino que se nos presenta como un figura muy evolucionada.

En efecto: En esta mancipatio evolucionada hay una ba­lanza y con ella no se pesa nada; se pronuncian unas palabras solemnes, dando a entender que se paga un precio y sola­mente se entrega una moneda –nummo uno– junto con la balanza. Se tra­ta, pues, de un negocio de carácter solemne y abstracto. Es una imagi­naria venditio, en que el precio nummo uno era simbólico. Este negocio de traspaso de una res mancipi bajo la potestad del accipiens tiene diversas finalidades: mancipatio emptionis causa, do­nationis causa, fidu­ciae causa, etc.

Siguiendo la teoría de las supervivencias (ya que no hay otra expli­ca­ción posible), la mancipatio, en su origen, tuvo que ser una venta real, cuyo pago se hacía al contado.

En un principio, la mancipación, como tal negoció, sólo tenía lugar, res­­pecto de los objetos que el comprador podía tomar con la mano man­ci­pare, de manus capere–, remontándose hasta los tiempos en que la pro­pie­dad consistía sólo en esclavos o en ganados familia pecuniaque–.

Más tarde la mancipación es la forma primitiva y general de la venta para las denominadas res mancipi. Así pues, el pago se hizo con la ayuda de una balanza sostenida por un testigo imparcial, libri­pens, sostenedor de la ba­lanza (que según AZCÁRATE, en su «Historia de la propiedad», sería un sacerdote, quizá fundándose en que una balanza se guardaba en un templo), sobre la que se depositaba la cantidad de metal convenida. El ri­tual de la mancipatio, según pone de relieve GAYO –en sus Instituciones, 1, 119–,  consistía en que el ad­qui­rente –mancipio accipiens– se apoderaba for­­­­­malmente de la cosa –que po­día ser un símbolo o representación de ella–, tocándola o asiéndola con la mano, y, simultáneamente, hacía una de­claración solemne, que cons­ta­ba: de una afirmación, que coincidía con la de la fórmula de la legis actio per sacramentum: «Yo afirmo que este hombre (tratándose de un esclavo) es mío, según el derecho de los Qui­ri­tes»; y una aclaración: «y que es com­pra­do con este cobre y esta balanza de cobre». Después golpeaba la ba­lanza con el metal y daba éste como precio al transmitente.

En una época en que los romanos ignoraban aún el arte de acuñar la moneda, la cantidad de metal que constituía el precio se pesaba en una ba­lanza sostenida por el libripens, investido, sin duda, de un carácter reli­gioso, en presencia de cinco testigos ciudadanos romanos y púberes.

El peso del metal subsistió aún después de empezar a acuñar el cobre, porque esta moneda, aun tosca, no tenía valor más que según su peso, que era preciso verificar –Gayo, I, 122–. Pero después de la aparición de la moneda de plata, no se tuvo necesidad de pesar las piezas: se las cuenta. El empleo del cobre y de la balanza no tuvo ya desde entonces utilidad material. No se conservó como parte esencial del contrato más que a título de símbolo.

Por consiguiente, resulta clarísimo que la mancipatio primitiva no po­día aplicarse a una transmisión fiduciaria y, en consecuencia, la manci­pa­tio fiduciae causa no podía ser una figura primitiva.

La cuestión queda entonces reducida a saber cual de las dos figuras fue anterior, si el pignus o la mancipatio fuduciae.     

Como pone de relieve PABLO FUENTESECA –en su trabajo «Líneas ge­nerales de la fiducia cum creditore»–, el pactum fiduciae, implica que la cosa mancipada quede como res obligata pignoris iure en garantía del crédito. Y en este sentido tenemos el texto de GAYO II, 60:

«Sed fiducia contrahitur aut cum creditore, pignoris iure, aut cum ami­co, quo totius nostrae res apud eum es se».

«Pero la fiducia es contraída, o con un acreedor, por derecho de pren­da, o con un amigo, para que la totalidad de nuestras cosas estén (seguras) junto a éste».

Este texto nos prueba que, por lo menos, cuando existía la fiducia tam­bién existía la prenda. En efecto, la res fiduciae data se constituye en res obligata «pignoris iure» en poder del acreedor fiduciario, que podrá ven­derla de acuerdo con el pactum fiduciae, si el fiduciante no paga la deuda.

No hay ningún inconveniente para que el pignus existiera desde una época muy remota, ya que recaía sobre res nec mancipi, las cuales no pre­sentaban ninguna dificultad en cuanto a su entrega o transmisión. Co­mo di­ce el romanista citado, PABLO FUENTESECA, la aplicación de la fi­du­cia comenzó en las relaciones de colaboración amistosa y vecinal entre cabe­zas de familia –fiducia curn amico– y más tarde comenzó a aplicarse en función de garantía, debido quizá a la necesidad de garantizar los créditos pecuniarios mediante res mancipi, necesidad esta que no podía cubrir el pignus. Por tanto, la fiducia surge como consecuencia de la insuficiencia del pignus para garantizar determinados créditos.

Pero hay más argumentos para demostrar que el pignus precedió a la fiducia:

–La fuerza de las cosas nos obliga a pensar que el pignus –aunque fuese con otro nombre, ya que la etimología de esta palabra es muy du­dosa, pues si bien se consideró que podía derivarse de de “pugnus” = pu­ño, esto no fue admitido– debió ser anterior a la mancipación fiduciaria. Es más fácil concebir una simple prenda manual que un negocio más com­plejo, como sería la mancipatio fiduciae causa. Si no tenemos en cuenta el relato bíblico sobre el fratricidio, puede resultar que los actos más antiguos del hombre –en la es­fera del Derecho– serían el préstamo no pecuniario, porque, obvia­men­te, el dinero aún no existía –acto jurídico– y el hurto –ac­to antijurídico–, a los que no hay inconveniente en añadir, tal vez en una fase inmedia­ta­mente ulterior, el préstamo de garantía, es decir, la prenda.

–La existencia de la arcaica legis actio per pignoris capionem. El pignus se nos presenta en tres etapas evolutivas –pignus captum, pignus datum, pignus conventum– que reflejan la continuidad histórica de una fun­ción de garantía desde época antigua, cuyo mecanismo de funcio­na­mien­to es todavía discutible, como lo es también el significado mismo del vocablo pignus.

–El pignus aparece en dos ocasiones en la Ley de las XII Tablas:

  1. En la Tabla VII:

«Venditae et traditae non aliter emptori adquiruntur, quam si is ven­d­i­tori pretium solverit vel alio modo satisfecerit, veluti expremissori aut pig­nore dato; quod caveturlege XII tabularum».

«Las (cosas) vendidas y entregadas no se adquieren por el comprador más que si éste hubiera pagado el precio al vendedor o le hubiera satis­fe­cho de otro modo, como mediante (la intervención de) un garante o la en­trega de una prenda, cosa que está prevista por una ley de las XII Tablas».

  1. En la Tabla XII:

«Lege autem introducta est pignoris capio, veluti lege XII tabularum ad­versus eum, qui hostiam emisset nec pretium redere; item adversus eum, qui mercedem no redderet pro eo iumento, quod quis ideo locasset, ut inde pecuniam acceptam in dapem, id est in sacrificium, impendert

«La toma de prenda se estableció por ley, por ejemplo, por una ley de las XII Tablas contra aquel que hubiera comprado un animal para sacrificarlo a los dioses y no pagara el precio; de igual manera contra el que no entregase el alquiler de una caballería siempre que el dinero de tal alquiler se hubiera destinado para realizar una ofrenda.»

En cambio, en las XII Tablas no se menciona para nada la fiducia.

Los anteriores pasajes los he tomado de la reconstrucción realizada, ba­jo la dirección de Rafael Domingo, por Francisco Cuena, Juan de Chu­rruca, José Javier de los Mozos, Fernando Gómez Carbajo, Ángel Gómez-Iglesias, José Luis Linares, Rosa Mentxaca y Esteban Varela.

Para esta reconstrucción se basaron en los escritos de Aulo Gellio, Fes­to, Varro, Gayo, Cicerón, Ulpiano, Gordianus, Paulo, Plinio, Pom­po­nio, Sev­ero, Servio, Tacito, Caton, Tryphon, Marciano, Salviano, Livio, Si­do­nius, etc., ninguno de los cuales cita la mancipatio fiduciae causa.

 

  • 2. La efectividad del crédito hipotecario y la posición del tercer poseedor.

Tengo que darle la razón a GARCÍA VI­LA, en varias ocasiones, respecto a esta materia. Para sistematizarla un poco, distingo:

(1) Cuestiones generales:

  1. La venta extrajudicial:

Dice GARCÍA VILA: «No hay en este supuesto, pese a la dicción actual del art. 129 LH (tras la reforma producida por la Ley 1/2013), ningún ejer­cicio de la acción, sino el puro ejercicio del pactum de vendendo, si bien limitando su posi­bilidad a la venta a través de un funcionario público y a través de un pro­ce­dimiento reglado, como, con gran acierto, ha seña­lado RODRÍGUEZ ADRA­DOS. Sólo el olvido del concepto procesal de ac­ción puede suponer que se está invadiendo la reserva constitucional de “juz­gar y hacer eje­cu­tar lo juzgado”: La Ley permite (y regula dete­nida­men­­te) ese pacto, tra­dicional, en la regulación de la hi­poteca; de he­cho tan tradicional es que el artículo 1858 CC no duda en de­cir que es de esen­­cia de este contrato que, vencida la obligación princi­pal, pueda ser ena­jenada la cosa en que consiste la hipoteca para pagar al acreedor.»

El artículo 129.1 de L.H., reformado por la Ley de 14 mayo 2013 dice:

«La acción hipotecaria podrá ejercitarse:

a) Directamente contra los bienes hipotecados sujetando su ejercicio a lo dispuesto en el Título IV del Libro III de la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil, con las especialidades que se establecen en su Capítulo V.

b) O mediante la venta extrajudicial del bien hipotecado, conforme al artículo 1.858 del Código Civil, siempre que se hubiera pactado en la es­critura de constitución de la hipoteca sólo para el caso de falta de pago del capital o de los intereses de la cantidad garantizada.

Parece que se elude hablar de “procedimiento”. Sin embargo, en el apar­tado 2 b) se dice:

La estipulación en virtud de la cual los otorgantes pacten la su­je­ción al procedimiento de venta extrajudicial…”

El T.S. –SS. de 4 MAYO 1998 y 20 ABRIL 1999–, había considerado in­­­cons­titucional el llamado procedimiento extrajudicial ante Notario –en­tre otros ar­gumentos por ser contrario al derecho a la tutela judicial efec­ti­va–. Hoy debe enten­derse superada esta doctrina, pues la referencia que el art. 129 L.H. hace al artículo 1.858 C.c. pone de relieve que estamos ante el ejer­­cicio del ius ven­dendi, que deriva de la hipoteca como dere­cho de rea­lización del valor, bajo el control de legalidad de un Notario –y aunque es­te procedimiento no sea obstáculo para que pueda acudirse a los Tri­bu­na­les–.

No obstante, dos fueron las razones de su escasa utilización práctica: la ri­gi­dez del sistema de subastas y la facilidad para suspender el pro­ce­di­mien­­to por parte del ejecutado a través de la oposición en juicio de­cla­ra­ti­vo, anotado pre­ven­tivamente.

Su NATURALEZA JURÍDICA todavía es dis­cu­tida:

  1. La teoría tradicional de ROCA SASTRE cree que estamos ante un pro­ceso de ejecución de naturaleza jurisdiccional.

Se trata de un proceso de ejecución pura, al igual que el procedi­miento ju­dicial sumario, si bien sustanciado ante Notario. PRIETO CAS­TRO con­sidera que, en el fondo, no existe el ejercicio de la acción, ya que, por la cláusula con­­tractual concertada entre las partes, se crea un título que abre directamente la vía de realización, sin verdadera cognición por un ór­gano jurisdiccional, al establecerse en ella el sometimiento a dicha rea­li­zación o ejecución –pactum executivum– de manera directa.

  1. RODRÍGUEZ ADRADOS, JURADO, ENCARNA CORDERO y GAR­­­­­­­­­CÍA GAR­CÍA creen que se trata del ejercicio de un derecho pri­va­do, y con su­jec­ción a unos requisitos legales cuyo control es notarial.

“En realidad, no es el Notario quien ejecuta, sino el acreedor, que ejer­cita un derecho privado.

No hay que olvidar que el apartado 2 del artículo 129 comienza di­cien­do que “la realización extra­ju­dicial se realizará ante Notario” –no por Notario–.”

Esta ingeniosa expresión no parece muy exacta, porque el Notario es el ver­da­dero y au­tén­tico pro­tagonista de la venta extra­ju­dicial, lo cual puede com­pro­bar­se con la acti­vidad que realiza en la tra­mi­tación de esa venta:

–Examinará el requerimiento y los documentos que lo acom­pañen.

–Solicitará del Registro una certificación literal la última inscripción de do­mi­nio y de la hipoteca, así como de los titulares de las cargas y gra­vá­me­­nes y asien­tos posteriores a “la hipoteca que se ejecuta”.

–Practicará un requerimiento de pago al deu­dor, y, en su caso, a la per­sona a cuyo favor resulte practicada la última inscripción de dominio, si fuese distinta del deudor, así como a los titulares de las cargas y gra­vá­me­nes y asientos pos­te­rio­res a la hipoteca que se ejecuta.

–Procederá a notificar la iniciación de las actuaciones.

–Procederá a la subasta o subastas de la finca.

–Comunicará por correo certificado al titular de la última ins­crip­ción de do­mi­nio el lugar, día y hora fijados para las subastas.

–El Notario, en su caso, abrirá nueva licitación entre determinados pos­to­res.

–El Notario practicará la liquidación de gastos.

–Deberá levantar acta del procedimiento. Es­ta acta debe ser pro­to­coli­zada.

Etc., Etc.

De todas formas, creo que hay que darle la razón a GARCÍA VILA y a los que defienden la 2ª posición, porque en la venta extrajudicial no se ejercita ninguna acción o pretensión.

  1. La hipoteca constituida en garantía de toda clase de obliga­cio­nes:

Los artículos 1861 CC y 105 LH establecen que la hipoteca podrá constituirse en garantía de toda clase de obligaciones.

Y dice GARCÍA VILA:

«Esta afirmación, constante en nuestra legislación, es, en mi opinión, in­­correcta. La razón es que cuando se trata de obligaciones de hacer o no ha­cer, la hipoteca se constituye no en garantía del cumplimiento de la obli­­­gación sino, en realidad, en garantía de la indemnización por daños y perjuicios, o del coste del cumplimiento sustitutivo, es decir, la satisfac­ción por equivalencia; cuando se trata de obligación dineraria se trata de dar al acreedor lo que pide; en otro caso, se trata de dar lo que sustituye económicamente a lo que quiere y a lo que el deudor se obligó, sin que la satisfacción por equivalencia pueda identificarse con la obligación inicial­mente asumida.

Se trata, por tanto, de una hipoteca de seguridad y ello aun en el caso de que las partes hayan fijado inicialmente el importe de la indem­niza­ción, ya que ésta puede ser susceptible de moderación por los Tribunales, y ello con independencia de que (art. 12 LH y 219 RH) sea imprescin­di­ble, para la inscripción, la determinación de la cantidad máxima de que va a responder, por este concepto, la finca hipotecada.»

En este punto no estoy conforme con lo que dice GARCÍA VILA, pues esas obligaciones de hacer o no hacer pueden garantizarse por diversos me­­dios, uno de los cuales, y tal vez el principal, es la hipoteca. Ésta, ade­más de cumplir una función coercitiva respecto al obligado –en virtud de la cual el obligado, normalmente, cumplirá su obligación–, cumple tam­bién una función de seguridad, pues, en caso de incumplimiento, garan­ti­za al acreedor el percibo de una cantidad. Resulta obvio que el obligado pue­de no hacer lo que debe o hacer lo que no debe, pero en ambos casos tiene sobre su cabeza una especie de espada de Damocles, si bien ésta no afecta a su vida sino a su patrimonio.

Por otra parte, el hecho de que sea una hipoteca de seguridad no cam­bia su naturaleza de derecho real.

Creo que los artículos 1861 del Código civil y 105 de la Ley Hipo­te­ca­ria no son incorrectos. Y así O’CALLAGHAN MUÑOZ, al co­mentar el ar­ti­culo 1861 no dice nada en contra, y lo mismo sucede con otros tra­ta­distas.

También me parece dudoso lo que dice GARCÍA VILA:

“En estos casos, el acreedor deberá necesariamente acudir al proce­di­mien­to declarativo, instando la condena del deudor a hacer o no hacer; en caso de que se dicte sentencia condenatoria, se solicitará del Juez que eje­cu­te la sentencia, y, en caso de incumplimiento voluntario, se hará o se des­­­­hará lo hecho a costa del deudor, y se le condenará al pago de la in­dem­­nización oportuna, y si éste no satisficiera tampoco el importe, se pro­cederá al embargo de bienes suficientes para la satisfacción del equi­va­lente.”

Quizá sea un mal entendido por mi parte, pero como GARCÍA VILA no men­ciona la hipoteca, creo que ésta no serviría para na­da. Cuestión dis­tinta es que para hacerla efectiva tenga que acu­dirse al juicio declarati­vo.

  1. ¿De quien recibe el adjudicatario la propiedad de lo subastado?

«La LH 1946 señalaba (regla decimoséptima del art. 131) que se dicta­ría de oficio auto aprobado “en representación del dueño de los bie­nes hi­po­tecados que se enajenen y ordenando la cancelación de la hi­po­­teca que garantizaba el crédito del actor y, en su caso, la de todas las ins­­cripciones y anotaciones posteriores a la inscripción de aquélla, incluso las que se hu­biesen verificado después de expedida la certificación preve­nida en la regla cuarta despachándose al efecto el oportuno manda­mien­to”.

Hoy (art. 133 LH y art. 674 LEC) resulta que será título bastante para la inscripción en el Registro de la Propiedad el testimonio, expedido por el Secretario judicial, del decreto de adjudicación, comprensivo de la re­so­lución de aprobación del remate, de la adjudicación al acreedor o de la transmisión por convenio de realización o por persona o entidad espe­cia­lizada y el Secretario judicial mandará la cancelación de todas las inscrip­ciones y anotaciones posteriores, incluso las que se hubieran verificado des­pués de expedida la certificación prevenida en el artículo 656.

Dice GARCÍA VILA que el sistema no deja de producir una cierta turba­ción jurídica. En el sis­te­ma de 1946 el auto se dictaba en representación del tercer poseedor (bien porque su existencia constaba en autos por la cer­­tificación de do­minio, bien porque había comparecido posteriormente acreditando la ins­cripción de su derecho); hoy se prescinde indicar de quien adquiere los bienes el ad­judicatario. Pero, en todo caso, el tercer po­seedor (al menos el que cons­ta en autos) es, formalmente, el transmitente. No obstante eso, y de ahí la turbación, su inscripción se cancela igual que todas las ins­crip­cio­nes posteriores a la hipoteca en cuya virtud se actúa. Una vez practicado el asiento de inscripción y las cancelaciones, y si se pudiera entender que la cancelación es un “borrado” de las titularidades, todo pa­­­recería como si se tratara de una transmisión en que el tracto pro­cede del primer hipo­te­cante.

Pero creo que hay que recordar lo que dijo DíEz-Picazo sobre la can­celación:

Hablar de una extinción de los asientos registrales no deja de ser una ine­­xactitud, tanto desde el pun­­­to de vista terminológico como desde el pun­­­to de vista conceptual, pues es evidente que los asientos del Registro no se extinguen, es decir, no desapa­recen. Se extin­guen las situaciones ju­rídicas, los derechos subjetivos y las titularidades que han tenido acceso al Registro, pero no los asientos, que son una pura cons­tancia oficial es­cri­ta de los fenómenos jurídicos aca­e­cidos en el tráfico in­mobiliario. De los asientos no se puede decir que se extin­gan, sino que “pier­den su vi­gencia”. Hablamos, pues, de extinción, pa­­­ra aludir, no a la desa­pa­rición del asiento, sino a la pérdida de vigor, de vali­dez y de eficacia.

Y según otros autores, tampoco la ins­crip­ción de transferencia es una forma de extinción de las inscripciones.

Son prueba de ello:

La inscripción anterior a la de transferencia continua ocupando su lu­gar co­rres­pondiente en los libros del Registro, e incluso se mantiene su conte­nido en to­do aquello que no haya sido afectado por la inscripción de trans­ferencia.

La inscripción del transmitente no pierde en absoluto su valor, ya que es un presupuesto necesario para practicar la inscripción a favor del ad­qui­rente.

La inscripción del transmitente forma parte del historial registral de la fin­ca o derecho transmitido y sirve de apoyo decisivo al asiento del ad­qui­rente, siendo un requisito indispensable para que tenga lugar la aplica­ción del art. 34 L.H.

La cancelación de la última inscripción de una finca, por causa de nu­li­dad, hace que reviva en toda su extensión y contenido la inscripción an­terior. Si esta inscripción estuviese extinguida completamente, no puede en­­tenderse que sea válida cuando la inscripción posterior se cancele.

  1. El embargo del bien hipotecado

Se plantea la cuestión de sí es preciso o no el embargo del bien hipo­tecado y dice GARCÍA VILA:

«GARCÍA GARCÍA (1991:1921) se muestra partidario del embargo de los bienes hipotecados, ya que el art. 127.6 LH alude claramente al em­bargo del bien hipotecado y el art. 1447.1 LEC está inserto en el embargo de los bienes, y cita las resoluciones de 16 de noviembre de 1933 y 13 de fe­bre­ro de 1936 que admiten la procedencia de la anotación preventiva de embargo sobre los bienes hipotecados.

RIVERA (2004:31) entiende que no es necesario, aunque sea práctica ha­bitual, el embargo del bien hipotecado.

RIVAS TORRALBA (2001:237) se muestra claramente favorable por sus indudables ventajas de orden práctico, al conseguir la coordinación entre la situación registral con la procesal desde el comienzo de la ejecución.

La doctrina procesalista señala que los efectos que produce el embargo ya se consiguen con la prenda o la hi­poteca. En consecuencia, resulta innecesario embargar los bienes hipote­ca­dos o pig­norados. Una vez in­coa­da la ejecución, esos bienes pueden ser sometidos a la actividad de apremio, sin necesidad de practicar sobre los mismos el apremio. Esta tesis resulta pacífica hoy en la doctrina procesal española, por lo que resulta superfluo insistir sobre el tema. Basta indicar, como da­to fun­da­mental el que la ley prescinde, sin más, del embargo cuan­do se trata de un proceso de ejecución que recae sólo sobre los bienes hipo­te­ca­dos o pig­norados (art. 131 L. H. y arts. 84 y 92 L. H. M.)”.

Pero en la práctica  se dio el caso de que el acreedor hipotecario ejer­ci­tó el juicio ejecutivo ordinario y pidió del Juez que solicitara del Registro el cer­­tificado de dominio y cargas, a lo que el Juez se niega por no haber si­­do embargado. El auto de la Audiencia señaló que “tan­to el embargo eje­­cutivo como la hipoteca cum­­plen la función de concretar los bienes so­bre los que una determinada actividad de apremio habría de versar, si la misma llega a producirse”, que “los efectos que produce el em­bargo ya se han conseguido con la hi­poteca” y que “una vez incoada la ejecución, el bien hipotecado puede ser sometido a la actividad de apre­mio, sin nece­sidad de practicar sobre el mismo el embargo”.

El auto AP de Valladolid de 5 de noviembre de 2007, que parte del mis­­­­­mo supuesto, entiende que es innecesario el embargo, “pues ante la exis­ten­­cia de la afección que la hipoteca publica erga omnes”, no añade ninguna garantía más al embargo, ni su anotación preventiva, sino que al contra­rio, si se traba el embargo y del mandamiento de anotación no se des­pren­de claramente que está ejecutando un crédito hipotecario podrían produ­cirse importantes disfunciones cuando se dicta el auto de adjudi­ca­ción y se pretenden cancelar la hipoteca finalmente ejecutada y todas las cargas posteriores.­»

Para GARCÍA VILA esta posición es errónea:

En primer lugar, porque la LH ha hablado y sigue hablando, pese a la reforma, del embargo del bien hipotecado en el procedimiento ordina­rio de ejecución, de forma que los argumentos aducidos por GARCÍA GAR­­CÍA siguen incontestados.

En segundo lugar, por ignorar todos los antecedentes históricos.

En tercer lugar, porque no se trata tanto de que se esté siguiendo casi li­­teralmente la doctrina procesalista de la hipoteca, ya se hable de em­bar­go condicional anticipado o de embargo anticipado, sino que no se acier­­ta a distinguir con claridad entre la función de la hipoteca y el embar­go. La hipoteca “sujeta” los bienes al cumplimiento de una obligación; podemos admitir la utilización del término “afección”, pero en todo ca­­so debemos ligar esta afección a la obligación garantizada; y lo más que po­dríamos decir es que hay una “afección potencial” a un proceso, pero es­ta afección potencial debe ser realizada efectivamente, y eso sólo lo ha­ce el embargo (o, en su caso, lo excluye la legislación cuando se mani­fies­ta la voluntad de actuar directamente contra el bien). El embargo, por el contrario, es el acto procesal por el que se individualiza el bien que ha de ser objeto de ejecución, de modo que el bien se afecta al proceso y a las consecuencias del mismo, para llegar a la realización del bien y con su importe poder pagar al acreedor, pero el embargo jamás afecta el bien a una obligación, y en esto está concorde toda la doctrina al definir el em­bargo.

La hipoteca no es un embargo anticipado, es un derecho real de ga­ran­tía. El embargo es un acto procesal que sujeta el bien al proceso in­di­vi­dua­lizando aquellos bienes del deudor sobre los que se pretende rea­li­zar la actividad ejecutiva. Es más, según doctrina absolutamente tradi­cio­nal, no puede llevarse a cabo actividad ejecutiva alguna sobre un bien sin que el mismo haya sido embargado. El embargo del bien hipotecado con­vierte aquella “afección potencial” en una afección real.

Sin embargo, en la página 444 de la Revista, dice GARCÍA VILA:

“Aunque he defendido la necesidad (y no mera conveniencia) del em­bar­go de bienes hipotecados, en cuanto que, siguiéndose el procedimiento ordinario, el embargo es el acto procesal que individualiza y justifica la agresión patrimonial contra el bien hipotecado, es perfectamente posible (y, según no poca doctrina, es lo adecuado) que el bien no sea objeto de embargo.”

(2) El tercer poseedor

  1. Las situaciones del tercer poseedor:

Considero que son muy acertadas las distinciones que, en ese punto, hace GARCÍA VILA:

«La posición procesal del tercer poseedor será diferente, según los supuestos:

El tercer poseedor no inscrito. Este tercer poseedor sólo va a poder tener una intervención especial en el procedimiento si ha adquirido antes de que el procedimiento se inicie y, además, ha dado conocimiento de su ad­quisición al acreedor hipotecario. Fuera de este supuesto, el tercer po­seedor no inscrito va a quedar absolutamente al margen del procedi­mien­to, ya que la LEC vincula sistemáticamente su intervención a que acredite en autos su adquisición inscrita.

El tercer poseedor inscrito. En este caso, GARCÍA VILA  distingue tres supuestos:

a) El tercer poseedor que inscribe antes de la interposición de la de­manda ejecutiva.

b) El tercer poseedor que inscribe después de la interposición de la de­manda ejecutiva pero antes de la expedición de la certificación de cargas.

c) El tercer po­seedor que inscribe después de la expedición de la cer­tificación de domi­nio y cargas.

En el primer caso dice, en mi opinión, hay que distinguir, a su vez, entre que haya dado conocimiento o no al acree­dor de su adquisición.

Si ha dado conocimiento de su adquisición antes de que se inicie el pro­­cedimiento de ejecución, el acreedor (en determinados procedimien­tos) deberá considerarlo parte desde un primer momento. En caso de que no le haya dado conocimiento de su adquisición su intervención (si bien di­ferida) va a tener la misma intensidad y extensión. La diferencia afecta, como veremos, exclusivamente a la corrección o no de la constitución de la relación jurídico procesal, pero no a los derechos que en el proceso tie­ne ese tercer poseedor.

  1. En el segundo caso, cuando el tercer poseedor haya inscrito una vez ini­ciado el procedi­mien­­to, su posición procesal es ya completamente dis­tinta: si inscribe an­tes de que conste en el Registro la existencia del pro­ce­so (bien por la ano­ta­ción preventiva de embargo bien por la expedición de certificación de dominio y cargas) su posición se asimila extrañamente a la del que hu­bie­ra inscrito antes pero no hubiera dado noticia al acree­dor; si inscribe des­pués de la expedición de la certificación, su posición va a depender en gran medida de su intervención voluntaria.»
  2. En el tercer caso, al tercer poseedor que inscriba su título con pos­te­rioridad a la expe­dición de la certificación de dominio y cargas no se le ha­­rá ninguna noti­ficación, pues esta función le corresponde ya a la nota marginal que habrá de poner el Registrador de que se ha expedido la cer­ti­ficación.

Teniendo en cuenta que la LEC 2000 derogó el viejo art. 134 LH, su tra­tamiento procesal lo encontramos ahora en el art. 662 LEC. Este tercer poseedor, acreditando la inscripción de su título, podrá comparecer en el proceso. Pero, a diferencia de lo que establecía el art. 134 LH que seña­la­ba que podría pedir que se le exhibieran los autos en la Secretaría, y el Juez lo acordaría sin paralizar el curso del procedimiento, en­tendiéndose con él las diligencias ulteriores, “como subrogado en el lu­gar del deudor”, la LEC solamente señala que se entenderán con él las diligencias ulte­riores al momento en que com­parezca en el Juzgado.

Este tercer poseedor que haya comparecido podrá, en cualquier mo­men­­to anterior a la aprobación del remate o a la adjudicación al acreedor, li­­berar el bien satisfaciendo lo que se deba al acreedor por principal, inte­re­ses y costas, dentro de los límites de la responsabilidad a que esté sujeto el bien (art. 662.3 LEC); podrá instar la celebración de la subasta (art. 691.1 LEC) intervenir en la subasta tomando parte en ella, instando su ce­le­bración (art. 691.1 LEC), presentar tercero que mejore la postura y pro­mover (698.1 LEC) el declarativo ordinario contra lo actuado en el pro­ceso.

  1. ¿Cuando adquiere el tercer poseedor la condición de parte pro­ce­sal?

En el caso de que el tercer poseedor haya inscrito su derecho antes de que se inicie el proceso ordinario de ejecución, el problema básico que se plantea es si ha de ser necesariamente demandado.

El problema viene determinado por la defectuosa armonización entre los preceptos de la LEC y los de la LH. El art. 538.2.3º LEC señala que só­lo podrá despacharse ejecución (y tener por tanto la consideración de parte) contra “quien, sin figurar como deudor en el título ejecutivo, resulte ser propietario de los bienes especialmente afectos al pago de la deuda en cuya virtud se procede”. Sin embargo, la LH solamente hace referencia a un requerimiento de pago al tercer poseedor y nos indica especialmente que sólo tiene la consideración de parte procesal el tercer poseedor que se opone a la ejecución, lo cual supone una ejecución en marcha y de la cual tiene conocimiento dentro del proceso mismo de ejecución. La cuestión, ob­viamente, está ligada al problema de sí el hecho de que el tercer po­see­dor haya inscrito su derecho supone necesariamente el conocimiento por el acreedor de su existencia; el problema se ha planteado inicialmente den­­tro del procedimiento de ejecución directa de los bienes hipotecados…

El art. 538.2.3º LEC no establece con la claridad la necesi­dad de de­man­dar ab initio al tercer poseedor; el artículo se limita a decir que sólo podrá despacharse ejecución contra determinadas personas y esta frase ha de entenderse en un sentido limitativo de las facultades judicia­les: dados los límites de defensa que la ley impone en la ejecución, ésta só­­­lo puede despacharse contra determinadas personas, a instancia precisa­mente del acreedor.

Pero el tenor literal del artículo no impone en modo alguno que el ter­cer poseedor haya de ser demandado inicialmente y haya de ostentar la con­­dición de parte procesal ab initio. La Ley no dice que quien ostente la pro­piedad de los bienes afectos deberá ser demandado. Es más, de enten­derse que necesariamente hay que demandar inicialmente al tercer posee­dor, la LEC (que se supone que parte de conceptos técnicos sobre quien es parte, ya que se ocupa de definir la figura en su art. 538.1 al decir que “son partes el que demanda ejecución y aquél contra quien se demanda) resultaría completamente contradictoria con lo dispuesto en la L H.

Aquél contra el que se despacha ejecución puede allanarse a la deman­da ejecutiva, pero tiene la consideración de parte desde el momento en que se le demanda; por el contrario, para la LH el tercer poseedor sólo tie­ne la condición de parte cuando se opone a un requerimiento de pago. La doctrina se ha preguntado cuando tiene que tener lugar este requerimiento de pago, pero entiendo que cuando se habla de que el tercer poseedor ad­quiere la condición de parte la LH se está refiriendo a un requerimiento ju­­­dicial que tiene lugar dentro del procedimiento ejecutivo, ya que es de una absoluta incorrección decir que ante un requerimiento notarial en el que el tercer poseedor comparece ante el Notario para manifestar su opo­si­ción se está adquiriendo la condición de parte, que es un concepto clara­mente procesal. Además, para la L. H., el tercer poseedor puede desam­pa­rar los bienes, sin que este desamparo produzca los mismos efectos que el alla­namiento a la demanda, y regula de modo especial los efectos que pa­ra el tercer poseedor tiene el que ni pague ni desampare, haciéndole res­ponsable con su patrimonio personal de los intereses devengados desde el requerimiento (no desde la demanda) y de las costas.

Sin embargo, el tercer poseedor puede ser requerido “de uno de los dos modos expresados en el párrafo anterior”, es decir, judicialmente o por Notario. Si ha habido ese requerimiento anterior es evidente que el acree­dor tiene conocimiento de su existencia y si quiere que la ejecución pueda dirigirse contra los bienes hipotecados ha de demandar inicialmente al tercer poseedor.

Ante esta situación de contradicción entre las normas, creo que debe admitirse que el acreedor no está obligado a consultar el Registro para co­no­cer contra quien ha de interponer la demanda; es más, la inscripción de la hipoteca le exonera de toda obligación posterior, precisamente por­que cualquier alteración de titularidad de la que no sea especial cono­cedor le resulta completamente indiferente, al menos en un primero momento.

Además, del hecho de que el tercer po­­seedor haya inscrito su título no se deriva ni una presunción de cono­cimiento ni la inscripción es una no­tificación urbi et orbi que le sitúa en situación de conocimiento…

  1. La anotación preventiva de embargo.

Cuando hay un tercer poseedor de la finca hipotecada que no ha sido demandado inicialmente y se procede al embargo del bien hipotecado se plantea si el embargo puede ser anotado preventivamente.

El problema que se suscita es si el tercer poseedor debe ser requerido previamente de pago para que pueda anotarse el embargo del bien hipo­tecado o si  el embargo puede acordarse y anotarse, sin perjuicio de que, después, deba ser requerido de pago a fin de darle entrada en el procedi­miento (extremo éste que debería ser calificado a posteriori por el Regis­trador).

La dicción de la LH nos ayuda muy poco ya que el art. 126 LH co­mienza refiriéndose al supuesto de que “en juicio ejecutivo seguido con­forme a las disposiciones de la Ley de Enjuiciamiento Civil se persi­guie­ren bienes hipotecados”, y éstos hubiesen pasado a poder de un tercer po­seedor…

Y el art. 127 dice que  el acreedor podrá pedir que se despache manda­miento de ejecución contra todos los bienes hipotecados, estén o no en po­der de uno o varios terceros poseedores, pero que si el tercer poseedor se opone, se entenderán siempre con el mismo y el deudor todas las dili­gen­cias re­la­ti­vas al embargo y venta de dichos bienes.

El art. 538.2.2ª LEC no se pro­nun­cia en términos imperativos, sino que indica que a instancia del acree­dor sólo podrá despacharse ejecución con­tra el propietario actual de los bie­nes respecto de los que pretenda que se despache la ejecución. La ex­pre­sión “podrá” no tiene carácter potestativo, sino limitativo: el Juez sólo puede despachar ejecución contra quien no sea el deudor en determinados supuestos, pero, y aquí depende de la vo­luntad del acreedor, siempre debe hacerlo a instancia de éste. Es evidente que el acreedor podrá pedir el des­pacho de la ejecución contra el deudor y el tercer poseedor; y desde este momento, sea cual sea su actitud procesal (oposición, allanamiento, de­­samparo o silencio, que en este caso le cons­tituye en rebeldía) el tercer poseedor es parte procesal.

En caso de que no lo haga así el acreedor, es decir, en caso de que in­ter­­ponga la demanda ejecutiva exclusivamente contra el deudor hipote­can­­te (que es el caso prototípico al que se refiere la ley) podrá no obstante perseguir los bienes hipotecados y solicitar que se despache mandamiento de ejecución contra esos bienes; el tercer poseedor podrá intervenir enton­ces en el procedimiento y sólo si se opone tiene la consideración de parte procesal.

Pero entonces el art. 127 LH da una vuelta cuando nos indica que se en­tenderán con él las diligencias relativas al embargo, y aquí surge la con­fusión, pues, conforme a lo anteriormente dicho parece que ha debido ser un acto previo.

La LEC 2000 ha supuesto en este aspecto un cambio radical de posi­ción con respecto al supuesto de tercer poseedor resulta enormemente lla­mativo que no haya modificado el art. 127 LH para acomodarlo a la refor­ma, como sí ha hecho, sin embargo, con el art. 129 y el art. 131 LH.

La solución a esta cuestión puede proporcionárnosla, curiosa­men­te, una figura diferente pero que se refiere a un supuesto en que un pa­tri­mo­nio en parte ajeno va a ser responsable de las deudas de una perso­na.

Ingeniosamente se refiere GARCÍA VILA al supuesto del embargo de bie­nes gananciales por deudas contraídas por uno de los cónyuges, regu­lado actualmente en el art. 541 LEC.

El art. 541.2 LEC que “la de­manda ejecutiva podrá dirigirse única­men­te contra el cónyuge deudor, pero el embargo de bienes gananciales habrá de notificarse al otro cón­yu­ge, dándole traslado de la demanda ejecutiva y del auto que despache eje­cución a fin de que, dentro del plazo ordinario, pueda oponerse a la eje­cu­ción. La oposición a la ejecución podrá fundarse en las mismas causas que correspondan al ejecutado y, además, en que los bienes ganan­ciales no deben responder de la deuda por la que se haya despachado la ejecu­ción.”

Aplicado este precepto al procedimiento ejecutivo, entonces el acree­­dor no está obligado a interponer la demanda ejecutiva contra el ter­cer po­seedor y puede embargar el bien ya hipotecado. Pero el Regis­trador debe denegar la práctica de la anotación preventiva de embar­go; el acree­dor y el Secretario conocerán en tal momento la existencia del tercer po­seedor y podrá serle hecho el “requerimiento de pago” del que habla la LH.

Este “requerimiento de pago” debe darle al tercer poseedor la posibi­li­dad de formular oposición, y, por tanto, no es un mero requerimiento sino un traslado de la demanda ejecutiva, en los mismos términos que para el deudor. Esta solución a la naturaleza del requerimiento de pago, que era clásica en la doctrina, debe complementarse hoy con el traslado del auto despachando ejecución. El supuesto se incardina, por tanto, en el art. 538.3 LEC que establece que “también podrán utilizar los medios de de­fensa que la ley concede al ejecutado aquellas personas frente a las que no se haya despachado la ejecución, pero a cuyos bienes haya dispuesto el tribunal que ésta se extienda por entender que, pese a no pertenecer di­chos bienes al ejecutado, están afectos los mismos al cumplimiento de la obligación por la que se proceda”, con la diferencia de que mientras en el art. 538.3 no hay propiamente parte procesal, nuestro tercer poseedor puede convertirse en parte procesal.

Si el tercer poseedor paga, se producirá el sobreseimiento del proce­dimiento respecto del bien ejecutado. La cantidad que debe pagar tendrá los límites de las cifras de garantía hipotecaria (arts. 114 y 146 LH). Sólo deberá abonar las costas derivadas del requerimiento.

Ahora bien, el pago al acreedor supondría, en principio, que el tercer poseedor se subroga en el crédito del acreedor. Así resulta de los arts. 659.3 LEC y 1210.3º CC. El art. 659.3 LEC señala que todos los titulares de derechos posteriores al gravamen que se ejecuta quedan subrogados en los derechos del actor hasta donde alcance el importe satisfecho y, ade­más, es evidente que el tercer poseedor es un interesado en el cumpli­miento de la obligación, por cuanto impide que la ejecución se lleve a ca­bo sobre un bien de su propiedad.

Pero, el que se produzca efectivamente esa subrogación en el cré­dito, va a depender de la forma en que el tercer poseedor haya adquirido la finca, dados los términos del art. 118 LH.

Si se produce la subrogación en el crédito satisfecho, pero esto no su­pone la transmisión del derecho real de hipoteca (pese a que es un dere­cho accesorio del crédito) pues en nuestro sistema no cabe una hi­po­teca sobre cosa propia, por lo cual el derecho real de hipoteca se extin­gue.

Si se opone se convierte en verdadera parte procesal (debe comparecer, por tanto, adecuadamente representado en el procedimiento) y puede ale­gar tanto las excepciones que hubiera podido alegar el deudor principal como las que le sean meramente personales, obviamente siempre que su alegación quepa en el procedimiento ejecutivo. Ahora bien, convertirse en parte procesal significa (art. 126 LH) que responde, incluso con sus bie­nes propios, “de los intereses devengados desde el requerimiento y de las costas judiciales a que por su morosidad diere lugar”.

Debemos destacar que, por el mero transcurso de los plazos, es per­fectamente posible que se haya dictado el auto ordenando que se siga la eje­cución contra el deudor (aunque el mismo haya comparecido y haya alegado lo que a su derecho convenga) y, posteriormente, deba resolverse sobre las alegaciones presentadas por el tercer poseedor de la finca hipo­tecada, una vez conocida su existencia y requerido de pago.

Esto hace posible que surjan resoluciones judiciales con­­tra­dictorias. Hay que recordar que uno de los fundamentos del litis­con­sorcio pasivo necesario, cuyo origen jurisprudencial se encuentra en la STS de 27 de junio de 1944, era (STS de 8 de marzo de 2006) “evi­tar, de una parte, que puedan resultar afectados directamente por una reso­lución judicial quie­nes no fueron oídos en juicio, y, de otra, a impedir la posibilidad de sen­tencias contradictorias”. Exige, por tanto, continúa la sentencia, que estén en el pleito todos aquellos a los que interesa la relación jurí­dica material controvertida, por lo que tal figura sólo puede entrar en jue­go y producir sus efectos con respecto a aquellas personas que hubieran tenido inter­vención en la relación contractual o jurídica objeto del litigio, pues solo los interesados en ella pueden ser estimados como litisconsortes pasivos necesarios ya que quienes no fueron parte en el contrato contro­ver­tido, ca­recen de interés legítimo sobre su cumplimiento o incumpli­mien­to y, por tanto, no existe razón alguna para que sean llamados al jui­cio.

La LEC ha acogido la doctrina (asumida mayori­ta­riamente por la doc­trina procesal española) de que el fundamento del litis­consorcio pasivo ne­cesario se encuentra en la evitación de sentencias inú­tiles por ser pre­ci­so que la relación que se deduce en el proceso sólo pue­de ser declarada si se trae al mismo, simultáneamente, a varias personas. Así el art. 12.2 LEC establece “cuando por razón de lo que sea objeto del juicio la tutela juris­diccional solicitada sólo pueda hacerse efectiva frente a varios sujetos con­juntamente considerados, todos ellos habrán de ser demandados, como litisconsortes, salvo que la ley disponga expresa­men­te otra cosa”

No tiene, pues, nada de extraño que en un caso como el que estamos con­­templando puedan surgir esas resoluciones contradictorias: pensemos en el supuesto de que el tercer poseedor puede probar el pago o prescrip­ción y se dicte resolución judicial declarando que el procedimien­to de apre­­mio no puede surtir efectos contra él, pero esté firme la resolu­ción que manda seguir adelante la ejecución contra el deudor principal, per­si­guiendo ahora bienes propios exclusivamente del mismo, y sin que éste pue­da beneficiarse (en principio, pues siempre puede entenderse que hay mala fe procesal) de la declaración conseguida por el tercer poseedor..

El desamparo es una manifestación formal ante el Secretario y no su­po­ne nunca una renuncia a la propiedad por parte del tercer posee­dor, sino un abandono de la defensa en manos del deudor. El tercer posee­dor viene así obligado a pasar por la resolución judicial que se dicte y soportar el pro­cedimiento de apremio sobre un bien de su patrimonio, sin poder in­tervenir en el procedimiento. Ahora bien, nada en la LEC ni en la LH atribuye al desamparo un carácter irrevocable. En el viejo sis­tema de la LEC, el desamparo suponía que la escritura de venta se otorga­ra por el deudor o por el Juez en nombre de este último en caso de re­beldía; pero parece que nada debe impedir al tercer poseedor comparecer ulteriormen­te en el procedimiento a fin de intervenir en el avalúo de los bienes hipo­tecados y que pueda incluso comparecer para poder realizar la mejora de la subasta.

Un caso no regulado por la LH, y que ha suscitado numerosas dudas doc­trinales, es el de qué ocurre si el tercer poseedor, ni paga, ni se opone, ni de­sampara. La DGRN ha señalado (en varias ocasiones) que el tercer poseedor se reserva todas las facultades y acepta las responsabilidades propias del titular de los bienes, “asumiendo la función de parte procesal”. Esta es también la posición de la doctrina más reciente.

En la actualidad, y dada la redacción de la LEC sobre quienes tienen la consideración de parte procesal, se hace difícil entender que quien no ha sido demandado ejecutivamente y no tiene una intervención posterior am­pa­rada por la Ley  tenga la consideración de verdadera parte procesal. Po­drá intervenir en cualquier momento en el procedimiento, pero al no ha­berse opuesto no habrá podido formular alegaciones y el procedimiento sigue su curso haciéndose efectivo sobre el bien hipotecado. Si en la po­sición del tercer poseedor que ha formulado desamparo es más difícil ad­mitir que pueda participar ulteriormente, no hay inconveniente en admi­tirlo en quien no ha formulado renuncia alguna a su intervención, y, desde luego, le pertenece el sobrante.

  1. La posición procesal del tercer poseedor de finca hipotecada en el procedimiento de ejecu­ción directa de los bienes hipoteca­dos

Dice GARCÍA VILA que uno de los problemas que plantea la regulación actual es, en mi opinión, la posición procesal del tercer poseedor que ha inscrito su tí­tu­lo de adquisición antes del comienzo del procedimiento de ejecución.

El conflicto deriva, como ha señalado MONTERO, de la relativa contra­dic­ción que existe entre el art. 685.1 LEC y el art. 132 LH (modificado por la LEC).

El art. 685.1 LEC establece que “la demanda ejecutiva deberá dirigirse frente al deudor y, en su caso, frente al hipotecante no deudor o frente al tercer poseedor de los bienes hipotecados, siempre que este último hubie­se acreditado al acreedor la adquisición de dichos bienes”.

El art. 132 LH establece que “la calificación del registrador se exten­derá a los extremos siguientes: 1.º Que se ha demandado y requerido de pa­­go al deudor, hipotecante no deudor y terceros poseedores que tengan inscritos su derecho en el Registro en el momento de expedirse certifi­ca­ción de cargas en el procedimiento. 2.º Que se ha notificado la existencia del procedimiento a los acreedores y terceros cuyo derecho ha sido anota­do o inscrito con posterioridad a la hipoteca, a excepción de los que sean posteriores a la nota marginal de expedición de certificación de cargas, res­pecto de los cuales la nota marginal surtirá los efectos de la notifica­ción”.

La contradicción resulta aquí de que en un artículo se exige un plus al tercer poseedor (acreditar la adquisición) mientras que en el otro basta con qué el tercer poseedor tenga inscrita su adquisición.

Pero, en mi opinión, no es sólo ésta la única contradicción existente: el propio art. 132 LH es contradictorio internamente.

Si, por definición, el tercer poseedor es siempre un adquirente poste­rior a la inscripción de la hipoteca, resulta que, interpretado literalmente el art. 132 LH, el tercer poseedor se encuentra, al mismo tiempo, con­templado por los dos párrafos del mismo artículo, y en diferentes posicio­nes, pues en uno habrá de ser demandado y requerido de pago, mientras que en el otro habrá de ser notificado de la existencia del procedimiento.

Podrá decirse que si está incluido en el párrafo 1 ya no será necesaria la notificación posterior del procedimiento, pero eso no niega la exis­ten­cia de contradicción, o, más exactamente, de reiteración. Pero cualquiera que sea la solución que demos al problema ello no es obstáculo para des­tacar que la redacción del art. 132 LH es confusa, y, como veremos, de imposible cumplimiento en los términos literales.

(3) La postura de la Dirección General y su crítica

La Dirección General entiende que, conforme s los artículos 132.1 LH y 685 y 686 LEC para “comprobar que es necesaria la demanda y re­que­rimiento de pago al tercer poseedor de los bienes hipotecados que ha­ya acreditado al acreedor la adquisición de sus bienes, entendiendo la L. H. que lo han acreditado quienes hayan inscrito su derecho con anterioridad a la nota marginal de expedición de la certificación de cargas”.

El Registro de la Propiedad “entre otros muchos efectos atribuye el de la eficacia erga omnes de lo inscrito (cfr. artículos 13, 32 y 34 de la L. H.), de manera que no puede la entidad acreedora –que ade­más es parte– desconocer la adquisición efectuada por el tercer poseedor inscrito, cuan­do además consta en la propia certificación de titularidad y cargas soli­ci­tada a su instancia en el procedimiento”.

El principio de interdicción de la indefensión procesal exige que el ti­tular registral afectado haya sido parte o haya tenido, al menos, la posi­bi­li­dad de intervención, en el procedimiento determinante del asiento.

Aunque haya sido notificado de la existencia del procedimiento no cons­­ta su consentimiento ni la pertinente sentencia firme en procedi­mien­to declarativo entablado directamente contra los mismos, requisitos exigi­dos por el art. 82 LH para poder cancelar su inscripción.

Se cita la sentencia del Tribunal Supremo de 3 de diciembre de 2004, a cuyo tenor la falta de requerimiento de pago determina la nulidad del pro­cedimiento, sin que pueda suplirse con una providencia de subsa­nación rea­lizada posterior­mente al trámite, dado el rigor formal del procedi­mien­to de ejecución hi­potecaria.

Se cita también la STC de 8 de abril de 2013 para la que “el artículo 685 LEC establece que la demanda debe dirigirse frente al tercer poseedor de los bienes hipotecados «siempre que éste último hubiese acreditado al acree­dor la adquisición de dichos bienes»… la inscripción en el Registro produce la protección del titular derivada de la publicidad registral, con efectos “erga omnes”, por lo que debe entenderse acreditada ante el acree­dor la adquisición des­de el momento en que éste conoce el contenido de la titularidad publi­cada, que está amparada por la presunción de exactitud registral.

GARCÍA VILA entiende que esta doctrina de la Dirección General (que ha acogido incluso del Tribunal Constitucional) parte de una interpre­ta­ción del art. 132 totalmente desconectada de la regulación de la LEC, ignora la historia del tercer poseedor en la LH, se apoya en una doctrina científica minoritaria, parte de un principio de publicidad material inter­pretado de una forma desconectada con la jurisprudencia y la legislación, atribu­yendo unos efectos al Registro sin base legal alguna y supone, en de­fini­tiva, (aunque sea bajo el argumento del “obstáculo registral”) una ver­­dadera invasión de las funciones jurisdiccionales, de un modo contra­rio a lo que era la doctrina tradicional de la propia Dirección General.

(4) Mis conclusiones:

Creo que tiene razón GARCÍA VILA cuando entiende que el tercer po­seedor, que ha inscrito su adquisición antes de que comience el juicio eje­cutivo, debe comunicarla o notificarla al acreedor hipotecario, y ello por determinadas razones:

  1. El acreedor hipotecario no tiene por qué andar consultando el Re­gistro para ver si ha surgido un tercer poseedor.
  2. El artículo 685 de la Ley de Enjuiciamiento Civil dice:

«La demanda ejecutiva deberá dirigirse frente al deudor y, en su caso, frente al hipotecante no deudor o frente al tercer poseedor de los bie­nes hipotecados, siempre que éste último hubiese acreditado al acree­dor la adquisición de dichos bienes.

  1. Esa comunicación o acreditación hace que se pueda constituir co­rrectamente la relación procesal, pues entonces el tercer poseedor puede ser parte en el procedimiento.

No obstante creo que hay una gran diferencia entre el supuesto de que el acreedor hipotecario no conozca la existencia del tercer poseedor (salvo que se le notifique) y la persona que adquiere sin consultar el Registro, en el supuesto de usucapión contra tabulas. Es cierto que legalmente no se impone dicha consulta –salvo a los Notarios–, pero creo que, respecto a los particulares se trata, sobre todo actualmente, de una medida que exige la más elemental prudencia.

Por lo demás, no soy yo quien para criticar una sentencia del Tribunal Supremo, y menos todavía del Tribunal Constitucional.

En lo referente  la eficacia erga omnes de lo inscrito –artículos 13, 32 y 34, entre otros, de la L. H.– me ocupo de ello en el §3 y en el §4 del presente trabajo, que expongo a continuación:

 

  • 3. La publicidad material registral

En las páginas 489 y siguientes de la Revista, nos habla GARCÍA VILA  de la publicidad material registral y nos dice:

«La doctrina de la Dirección General se basa en una idea de la eficacia de la publicidad registral, la denominada “publicidad material”, entendida en un sentido especial: el contenido del Registro es conocido erga omnes.

Como­ quiera que ya me he ocupado de la materia en un trabajo sobre el “principio de cognoscibilidad legal”, solamente quiero ahora sintetizar dos de las conclusiones del mismo.

Si se afirma, contra lo tradicionalmente afirmado por la doctrina, que el principio de cognoscibilidad legal supone una presunción de cono­ci­miento por todos del contenido del Registro, hay que señalar que las pre­sunciones de derecho tienen que estar establecidas por una norma con ran­­­­go de Ley, y no hay ninguna norma con este rango que permita esta­ble­cer esta conclusión. Falta así el principal asidero de una presunción de derecho: la existencia de una norma que la establezca.

El principio, por otro lado, entendido así, impediría absolutamente la pres­cripción ordinaria contra tabulas, ya que si se presume que el cono­cimiento del Registro lo es por todos, no cabe buena fe en el pres­cri­bien­te. Y es que la buena fe a los efectos de la usucapión viene definida legal y jurisprudencialmente como la creencia de que el transmitente era dueño. Pero incluso la doctrina que sustenta la concepción “ética” de la buena fe afirma que ésta viene determinada por un cierto grado de diligencia en el ad­quirente. Y la diligencia, que en nuestro caso se integraría por la posi­bi­lidad de conocimiento del contenido registral, es incompatible con una pre­­sunción de conocimiento. El error, aunque lo califiquemos de inexcu­sable, se conectaría con la posibilidad de conocer el contenido del Regis­tro. La presunción de conocimiento excluye radicalmente la posibilidad de error. Ambos términos, error y presunción de conocimiento, son in­com­patibles desde un punto de vista lógico. Desde esta perspectiva, por tanto, jamás cabría la prescripción ordinaria contra tabulas, a despecho de una doctrina y jurisprudencia absolutamente mayoritaria. Así, muy re­cien­­­temente, la STS de 21 de enero de 2014 que afirma taxativamente que el art. 1949 CC ha de entenderse derogado por lo dispuesto por la legis­lación hipotecaria.

Afirmar que el contenido del Registro no es que se presuma conocido, sino que “es” conocido por todos, exige también una norma especial, que sencillamente no existe; y un efecto como el indicado (al que hace refe­rencia no sólo la Dirección General, sino, como he citado, un sector doc­trinal y alguna sentencia de Audiencia) no puede ser “creado” por una in­ducción doctrinal. Los denominados principios hipotecarios no son sino el condensado de las normas; aun siendo de creación doctrinal o jurispru­den­cial tienen que tener un apoyo normativo del que, hasta ahora, éste al que me refiero está huérfano…»

Contra esto se ha argumentado lo siguiente:

  1. El principio de cognoscibilidad legal.

ROCA SASTRE y ROCA-SASTRE MUNCUNILL hace mucho tiempo que sabían que, en muchas ocasio­nes, no se consultaba el Registro, y nos dice lo siguiente, en su Derecho Hipotecario, 1995, II, páginas 431 y 432:

     «Hay que contestar con la simple remisión al valor de la publicidad registral como instrumento de cognoscencia legal, como subrogado del conocimiento efectivo del Registro, sin lo cual estarían condenados al fracaso los sistemas inmobiliarios en general».

     Y en las páginas 119 y 120 del Tomo I:

     «La publicidad registral, como instrumento de cognoscibilidad supone que las funciones de legitimación, protección y afección del Registro de la Propiedad serían insuficientes para desplegar su total energía o eficacia sin su auxilio, ya que la denominada cognoscibilidad legal implica que el contenido registral es conocido por todos sin que se pueda alegar su desconocimiento.

No existe precepto alguno en nuestra legislación inmobiliaria registral que de un modo expreso consagre esta cognoscibilidad legal, pero la ne­cesidad de la misma es tan evidente que ha de considerarse proclamada por una norma implícita en dicha legislación…

Esta cognoscibilidad legal del contenido del Registro con alcance erga omnes, derivada de la posibilidad de conocimiento efectivo del Registro, es, pues, factor ineludible para el funcionamiento normal de la legiti­ma­ción, de la fe pública y del juego de afección registrales. La cognos­ci­bi­li­dad legal es, por tanto, resultado inevitable de la publicidad registral, por cuanto la posibilidad de consulta del Registro la legitima, como la pu­bli­cidad legislativa en los Diarios Oficiales legitima asimismo la norma ju­­rí­dica, con irrelevancia de que se ignore o no el contenido del precepto pu­bli­cado.»

     No obstante, cuando trata de la usucapión –Derecho hipotecario, II, pá­gi­na 572– su explicación no es muy convincente, pues dice que la misma ha de regirse por el Derecho civil puro, que exige una buena fe simple o “a secas”, «porque, aún cuando el principio de publicidad im­pone de lege la cognoscibilidad del contenido del Registro, esta cognos­cibilidad legal, no confirmada por la consulta material de los libros regis­trales, no sitúa al tercer adquirente por negocio jurídico en mala fe…»

Por ello voy a examinar esta última cuestión con algo de detalle:

  1. La pres­cripción ordinaria contra tabulas

En realidad, en la caso de la pres­cripción ordinaria contra tabulas, (como dije en el tema 12 de las Instituciones de Derecho hipotecario) se tra­ta de una vieja cuestión, que se formulaba con la expresión de “sí es po­sible la buena fe contra los pronunciamientos del Registro”, es decir, si en el artículo 36 de la Ley hipotecaria cabe la usu­capión ordinaria, con buena fe, o solamente la extraordinaria, sin ese requisito.

  1. Para algunos autores el artículo 36 se refiere tanto a la usucapión ordinaria como a la extraordinaria.

–SANZ FERNANDEZ entendió que el artículo 36 no distingue entre usu­capión ordinaria y extraordinaria, y, por tanto, es aplicable a ambas.

–ROCA SASTRE, además del argumento de SANZ, parte del concepto de buena fe como un estado psicológico de una persona, que, al parecer, nada tiene que ver con el Registro. Esta hipótesis supondría, a mi en­ten­der, “la protección del ignorante contra el Registro”.

–PEÑA Y BERNALDO DE QUIRÓS –y esto resulta un poco extraño, tra­tándose de un autor tan profundo– considera que es posible la posesión de buena fe, e incluso la usucapión ordinaria, contra tabulas.

Se basa en que “del sólo dato de que los interesados puedan conocer el contenido del Registro no cabe derivar que los interesados hayan de ser con­siderados como enterados de su contenido, ni cabe presumir que, en to­do caso, estén enterados. Una presunción de este éste tipo estaría tan po­­­­­­­­co fundada como la del conocimiento de las leyes porque estén pu­bli­cadas en el B.O.E.”.

Pero creo que aquí no se trata de que el usucapiente esté o no enterado del contenido del Registro, sino de que pudo haberse enterado, pero no lo hizo o no quiso hacerlo.

No cabe, sigue diciendo PEÑA, pues, entender que “se presume que el contenido del Registro debe ser conocido por todos y no podrá invocarse su ignorancia”, como sin razón y sin base legal –cfr. artículo 1.253 del Código civil– se dispone todavía para el Registro de buques y aeronaves en el artículo 2 del Reglamento del Registro Mercantil de 1956.

No obstante, parece que corrige su posición cuando dice que “el error de hecho causado por no conocer los pronunciamientos del Registro no po­­drá ser valorado como buena fe –o como error vicio del negocio jurí­dico– si en el caso concreto la ignorancia de lo que consta en el Registro es consecuencia de la infracción de la normal diligencia exigible”.

De todas formas, creo que PEÑA no tiene en cuenta la esencia y funda­mento de la publicidad registral y su opinión  puede ser rebatida. La pu­bli­cidad registral no es el conocimiento de determinado contenido del Re­gistro sino la posibilidad de conocerlo. Veamos esta cuestión en relación con el usucapiente contra tabulas y en relación con el tercero del artículo 34 de la Ley hipotecaria:

En el caso del usucapiente contra tabulas, puede tratarse:

  1. a) De un poseedor sin título, en cuyo caso parece indudable que le in­te­resa muy poco la situación registral, pues un poseedor sin título nor­mal­mente es un “sujeto usurpador” y éste malamente puede tener buena fe, pues ni siquiera puede encontrarse en el estado psicológico de que ha­bla ROCA.
  2. b) Si es un poseedor con título, una diligencia o curiosidad mínima le ha­rá, por lo menos, plantearse la cuestión de sí el que le transmitió era re­al­mente el titular, y, en consecuencia, consultar el Registro. Puede su­ce­der que en bastantes zonas no se inscriba la propiedad –sobre todo la rús­tica–, en cuyo caso aun sería admisible la opinión de PEÑA, pero la ge­ne­ralización que él hace no lo es.

En el caso del tercero del artículo 34 –único posible según el mismo PE­ÑA, ya que es uno de los autores que defienden la teoría monista– se pro­­duciría un derrumbamiento del sistema, como consecuencia del funda­mento de la protección de ese tercero, ya que ese fundamento está en la confianza del tercero en el Registro, y si éste no consultó el Registro mal puede confiar en él.

Por último, la teoría de PEÑA va en contra del principio de recipro­ci­dad, que luego mencionaremos, y, por tanto, de la interpretación siste­má­tica de las leyes.

  1. Para otros, que hoy son doctrina mayoritaria –PORCIOLES, AZPIAZU, LA RICA, GARCÍA GARCÍA–, el artículo 35 no tiene nada que ver con el ar­tículo 36, ya que este último se refiere sólo a la prescripción extra­or­di­naria, porque contra los pronunciamientos del Registro no puede haber bue­na fe.

Por el principio de reciprocidad hay que considerar que, si no se pro­tege al tercero del artículo 34, cuando tuvo medios racionales y mo­tivos suficientes para conocer que la finca estaba poseída por persona distinta de su transmitente, lo mismo hay que exigirle al usucapiente con­tra el Re­gistro, y con mayor razón, pues él siempre tuvo medios racio­nales y mo­tivos suficientes para conocer la titularidad registral de los in­muebles. En ningún caso puede ser peor la posición del tercero, que ad­quiere de buena fe, que la del usucapiente contra tabulas, cuya buena fe es mas que dudo­sa, salvo en el caso concreto, al que se refieren los au­to­res que cito a con­ti­nuación.

PORCIOLES y AZPIAZU, de forma muy ponderada, sostuvieron que quien prescribe un derecho inscrito debe ser considerado de mala fe, a no ser que, por la fecha de la última inscripción, haya podido llegar al con­ven­cimiento de que han existido otras transmisiones no inscritas o de que se ha operado una usucapión anterior. Esta posición parece muy razo­na­ble.

Antes hemos dicho que la opinión de ROCA supone la protección del ignorante contra el Registro y esto hay que aclararlo. Si en determinadas zonas o Autonomías –que todo es posible– se acostumbra a inscribir la pro­­­piedad, y de ello son ejemplo, entre otras, Cataluña, Valencia y Balea­res, hay que pensar que él que, en ellas, adquiera  de alguien que no es el ti­­tular registral y no consulta el Registro, algo deficiente o completamen­te abandonado –culpa lata– parece que debe ser, lo cual no creo que se pue­da confundir con la buena fe.

Por lo demás, en esta materia hay cierta confusión:

–En la Exposición de motivos de la reforma de 1944 –al tratar de la prescripción– se dice:

“En cambio, cuando el tercero no conoció o no pudo conocer dicha si­tuación, la conclusión ha sido que debe prevalecer la fe pública del Re­gistro. Surgida una colisión de intereses, se ha considerado más justo que no resulte lesionado quien de buena fe ha adquirido derechos al am­paro del Registro. Nada más racional que las consecuencias de la pa­si­vidad recaigan en quien ha descuidado la oportuna inscripción”.

El último párrafo citado –y destacado–, y su entronque, causan cierta perplejidad. El legislador nos está hablando de los requisitos que debe reu­­nir el tercero del artículo 34 y que, por tanto, inscribió –esto es in­dis­pensable–. ¿A quien se refiere, entonces, cuando habla del que ha des­cui­dado la oportuna inscripción?. No puede preferirse al tercero del artículo 34 –porque éste, por definición, siempre ha inscrito–, ni tampoco, aunque lo parezca, al usucapiente porque, una de dos:

–Si el usucapiente adquirió del titular registral, en realidad no se trata de un usucapiente sino de un verdadero propietario, que ha descuidado la inscripción y que, en principio, no necesitaría usucapir.

–Si el usucapiente no ha adquirido del titular registral, ni de alguno de los adquirentes sucesivos de éste, en realidad, lo que sucedería es que no habría podido inscribir,  no que haya descuidado la inscripción.

ROCA nos dice que la intención del legislador ha sido distinta de la ex­presada en el artículo 36. Esto nos induce a pensar que, según el mismo autor, la frase referente a “cuando el adquirente conoció o tuvo medios ra­cionales y motivos suficientes para conocer” –que constituye la clave fun­damental del precepto–, no se acomoda al pensamiento y voluntad del le­gislador. Lo mismo sucedería, si el artículo 36 nos hablase solamente de los “motivos racionales y suficientes”, cuya expresión pudo haber utili­za­do, sin cambiar en nada el sentido de la misma, en el supuesto de per­sistir en tal dicción.

La expresión “motivos racionales o suficientes” se entiende. Pero ¿cuá­­­­­­­­­les son los medios racionales?. No hemos encontrado un autor que nos lo diga, tal vez porque los “medios racionales”, en definitiva, operan como motivos suficientes.

¿Por qué se produjo esa discordancia entre la voluntad del legislador y la expresada en la Ley?. La causa bien pudo ser el haber copiado la lla­mada Ley de AZCÁRATE, de 23 de julio de 1908, relativa a los pres­tamos usurarios, en cuyo artículo 10 se dice:

“El prestamista que contrate con un menor se supondrá que sabía que lo era a menos que pruebe haber tenido motivos racionales y suficientes para creer que era mayor de edad”.

Resulta, pues, una cierta identidad, entre la expresión del artículo 36 de la Ley hipotecaria y el artículo 10 de aquella Ley, y, por consiguiente, sal­vo en lo que se refiere a la carga de la prueba, no puede admitirse que se asimile el tercero de buena fe al usurero, pues, en caso contrario, sería una incongruencia del legislador. Por este motivo la repetida frase del artículo 36 hay que interpretarla, en cuanto al tercero se refiera, muy restrictiva­mente.

  1. El Registro como verdad legal u oficial:

Ya en 1861 PANTOJA y LLORET, al comentar el artículo 23 de la Ley Hipotecaria, dijeron:

«El principio dominante de esta Ley, la base principal sobre la que des­can­sa, es la publicidad del registro y la especialidad de las hipotecas. Pues bien, como una consecuencia natural de esto, y al mismo tiempo para que este principio sea una verdad, se establece en el presente artículo, que los tí­tulos no inscritos no pueden perjudicar a tercero. La Ley, ya que ha su­pri­mido la pena pecuniaria que se imponía por la antigua legislación al que dejaba transcurrir el término legal sin inscribir, y ya que deja al arbi­trio de los particulares el que registren sus títulos cuando lo tengan por con­­­veniente, ha establecido, como no podía menos, que los títulos no ten­drán eficacia sino desde la fecha de su inscripción, no causando perjuicio a tercero sino desde la misma fecha, entendida de la manera que dice el ar­tículo 28. De otro modo la base de la publicidad que la Ley adopta cae­ría por tierra y el registro no sería una verdad legal.

De aquí se deduce naturalmente, que el que tenga un derecho no ins­cri­to sobre una finca, no puede ejercitarle contra otro que lo tuviera ya ins­cri­­­to, aunque sea posterior, sólo por la circunstancia de no haber cumplido aquel con este requisito; de modo que cuando una misma finca sea ven­di­da a dos personas en diferentes actos, será del que primero inscriba su tí­tu­lo, aunque sea posterior su contrato; porque según hemos visto en el ar­ti­culo 17, inscrito cualquier título traslativo de dominio de inmuebles no podrá inscribirse ningún otro de fecha anterior por el que se transmita o gra­­ve la propiedad del mismo inmueble; tal es, pues, el efecto, la au­to­ri­dad que la Ley da a la inscripción…» 

Muy posteriormente, es decir, casi actualmente, PAU PEDRÓN, en su Ma­nual de Derecho Registral inmobiliario, dice: “El Registro de la Pro­pie­dad es la institución destinada a la publicidad de la situación jurídica de los inmuebles… Tal publicidad –como la de todos los registros de se­gu­ridad jurídica– no es meramente fáctica, es decir, no se limita a dar a co­­no­cer un hecho, sin garantizar su veracidad y legalidad, sino que es una publicidad jurídica (llamada también publicidad legiti­ma­dora) que garan­ti­za la veracidad y la legalidad de lo publicado. Esta ga­ran­tía que acom­paña a la publicidad registral deriva del control de lega­lidad que se de­sarrolla antes de la registración y de que tal control se rea­liza en base de un documento público –notarial, judicial o administ­ra­tivo– y proporciona decisivos efectos a la inscripción practicada.

Precisamente porque la publicidad significa el ofrecimiento a los parti­culares de la verdad oficial sobre las situaciones jurídicas –de bienes y personas–, el contenido del Registro es oponible a los terceros, tanto si és­tos lo conocen como si no lo conocen. Ahora bien, desde el punto de vista del que inscribe, el conocimiento del contenido registral no es un requi­si­to para la oponibilidad de su inscripción, es decir, no es necesario que ha­ya confiado en el Registro; no lo exige la Ley y no puede de­ducirse, como se ha pretendido –en el ámbito del Registro de la Pro­pie­dad–, del re­qui­sito de adquirir del titular registral, porque este es un requi­sito obje­tivo, no subjetivo: basta que coincida el transmitente o consti­tuyente con el ti­tu­lar registral, sin que sea necesario que el adquirente conozca esa coin­cidencia.

El establecimiento de una verdad oficial es la esencia de los registros y no la protección de la apariencia, como suele afirmarse. La apariencia es un término por un lado inadecuado y por otro insuficiente, aplicado al Re­gistro. Es inadecuado porque tan sólo puede hablarse de apariencia de un hecho social, pero no de un mecanismo técnico jurídico. Y es insuficiente porque la apariencia es simple verosimilitud, probabilidad, y el contenido del Registro lo forman datos contrastados, lo que es más que una simple apa­riencia externa de verdad, que una simple probabilidad de verdad.

[Creo que en este punto es decisiva la Sentencia del Tribunal Supremo de 25 de octubre de 1991, que, de un modo terminante, dice: «lo que da a co­nocer el Registro es la verdad jurídica; y dicho principio, en su pro­yección hacia terceros, desemboca en el de publicidad o fe pública regis­tral»].

LÓPEZ BURNIOL, a guisa de re­su­men, intenta un ensayo acerca del va­lor de la publicidad registral: ¿Simple apariencia o semblanza, o verdad ofi­cial?. Su conclusión (como expresa el propio PAU PEDRÓN) es la si­guiente: “Hablar, por lo tanto, de verdad oficial es una manifestación de arrogancia similar a la del que pretende poner límites al campo. No hay tal verdad oficial, ni puede ha­berla por mucho que sea el cuidado que se ponga en lograrla: la realidad de los hechos siempre la excederá”.

Y dice PAU PEDRÓN:

     Pues en esa “arrogancia” de considerar que el Registro es la verdad ofi­cial incurren nada menos que el legislador hipotecario y el más res­pe­ta­do de nuestros civilistas: el profesor DE CASTRO. Este último, alu­dien­do al Registro Civil, pero con base en razones que concurren también en el Re­gistro de la Propiedad y en otros Registros de seguridad jurídica, ha afirmado que el Registro proclama la verdad oficial.

La expresión “verdad oficial” no es arbitraria: la veracidad del Regis­tro de la Propiedad equivale a la exactitud e integridad de su contenido. “El Registro se presumirá exacto e íntegro”, dice la Exposición de Mo­ti­vos de la Ley Hipotecaria de 1944. El carácter oficial del Registro de la Pro­piedad es evidente, y ese rasgo suele aparecer en las definiciones for­muladas por los autores.

En algunas ocasiones se contraponen los pronunciamientos registrales –la llamada realidad registral– con la realidad sin más, es decir, con los hechos. Y se afirma que estos exceden, superan siempre a aquella. Pero afirmar que todos los hechos –que pueden estar ajustados o no a la lega­li­dad– han de ser preferidos a los hechos inscritos –que son controlados en su legalidad– no puede hacerse con ligereza. La realidad extrarregistral sólo cuando está ajustada al Derecho ha de prevalecer sobre la registral; pa­ra ello se arbitran medios adecuados en la legislación hipotecaria.

     Esa infravaloración de la realidad registral está estrechamente ligada con la idea del Registro como apariencia, similar a la que anuncia la pose­sión, se dice. Pero hay que reiterar aquí el mismo razonamiento que se hace en el párrafo anterior: la posesión es un hecho que puede estar ajus­ta­do o no a la legalidad, mientras que el Registro está, por exigencia de la Ley, ajustado a la legalidad. La apariencia es un término, por un lado ina­decuado, y por otro insuficiente, aplicado al Registro.

De ahí que fundamentar la eficacia del Registro en la idea de aparien­cia pueda resultar confuso. Si de lo que se trata es de encuadrar posesión y Registro en un género común, la idea, aunque a mi juicio agota su inte­rés en lo puramente taxonómico, no es errónea: posesión y Registro tie­nen poco en común, pero efectivamente, en ambos casos hay unos datos vi­­sibles en que el tercero deposita su confianza. El régimen de la pro­tec­ción que dispensan una y otra institución es tan diferente, que del encua­dra­­miento de ambas en un remoto género común no resulta utilidad algu­na.

Ahora bien, cuando lo que se pretende afirmar es que el Registro es sólo apariencia, la asimilación no es aceptable. Lo importante, en el caso del Registro, no es crear una apariencia –una apariencia cualquiera– sino ofrecer unos datos depurados, contrastados. La apariencia de la posesión es una verosimilitud que, con facilidad, puede deshacerse o confirmarse por otras vías. La apariencia del Registro es una verdad que sólo excep­cio­­nalmente puede deshacerse por una vía distinta. EHRENBERG, que tan su­tilmente analizó el fenómeno de la apariencia, lo afirmó con rotundidez: “No puede ser considerado beneficioso un Registro que solamente tiene por efecto originar la buena fe de los terceros”. La posesión puede inspi­rar confianza, pero su mensaje puede ser verdadero o falso, legal o ilegal. Si es falso o ilegal, la apariencia provocará una víctima. El Registro de la Pro­piedad, afortunadamente para la sociedad, es una institución más evo­lucionada. El riesgo de inexactitud –reducido, en realidad, por la con­cu­rrencia de título público y calificación–, se conjura, como advirtió Ehren­berg, a través del equilibrio entre seguridad jurídica y seguridad del trá­fico. Y ese equilibrio es el que falta –entre otras muchas cosas– en las de­más “apariencias”.

     Y termino la exposición de PAU PEDRÓN, señalando que este autor, con tres pinceladas, nos proporciona una diferencia muy nítida entre la publicidad derivada de la posesión y la derivada del Registro:

  1. a) Los datos que ofrece la posesión son de naturaleza social; no son da­tos jurídicos; se trata de conductas, de las que los terceros deducen pre­su­puestos jurídicos. Los datos que ofrece la publicidad registral son datos ju­­rídicos.
  2. b) El fundamento del que deriva la protección dispensada a la con­fianza en situaciones posesorias no es otro que la excusabilidad del error de hecho. Determinados errores se consideran dignos de protección jurídi­ca. «Las apariencias engañan», y ese engaño merece en algunos casos la tutela del Ordenamiento.

El fundamento del que deriva la protección dispensada a la confianza en la publicidad es radicalmente contrario: la veracidad de los datos pu­bli­cados. Así como las apariencias mueven a la desconfianza, la publi­cidad se crea y se organiza precisamente para suscitar la confianza.

  1. c) Precisamente porque la protección a quien confía en las «apa­rien­cias» se basa en el error, es necesario que se haya tenido conocimiento de esas apariencias para que la tutela actúe. Sin embargo, para que la pu­bli­cidad registral despliegue sus efectos no es necesario que se haya te­nido co­­nocimiento de su contenido: se imponen porque el Ordena­mien­to los con­sidera exactos.
  2. La diferencia de la verdad de la inscripción y de la de la escri­tu­ra pública.

En este punto resulta muy interesante el artículo de JUAN FRANCISCO BONILLA ENCINA, publicado en Boletín del Colegio de Registradores de España, número 175 (2ª Época), enero 2011, “El título y la Inscripción”, en el que, entre otras cosas, nos dice:

En una determinada etapa surgieron opiniones del siguiente tenor: «El tí­tulo tiene au­tenticidad, recoge el momento fehaciente por sí mismo: El instante de la adquisición. Lo que dice ha sido presenciado y narrado por un funcio­nario público. No así el Registro, en el que la exactitud no es una au­ten­ticidad, porque el Registrador no ha presenciado nada, se trata, pues, de una presunción «iuris tantum» (RAFAEL NÚÑEZ LAGOS: «Tres mo­­­mentos del título material»)

Exagerada opinión, porque ciertamente, el notario puede dar fe de que, en un día concreto, «A» y «B», ciudadanos comparecientes, hicieron ante él determinadas declara­cio­­nes; pero esa fe no puede proclamar que lo di­cho por los interesados al Notario sea lo cierto y lo exacto. Por consi­guien­te, la autenticidad de la es­critura queda circunscrita a la literalidad de lo que los interesados digan al Notario y a lo que ocurra ante él. De ahí los términos amplios con que el Código civil se manifiesta:

«La escritura pública, por lo que se refiere a terceros, hace prueba del hecho que motiva su otorgamiento y de la fecha de éste (Código civil, artículo 1218)…», y nada más.

No se falta a la verdad si afirmamos que la inscripción (tenida siempre, a pesar de todo, como beneficiosa), se ha convertido en un bien tan ape­te­ci­do que, sin dejar de ser voluntaria y no siendo, generalmente, consti­tu­ti­va, su logro resulta imprescindible para el común de las gentes.

En consecuencia, si en otro tiempo (y en ciertos ambientes) se restaba importancia a la inscripción y, a falta de ella, «se intentaba centrar» en la escritura los efectos «erga omnes» que debiera producir la transmisión, en la actualidad puede decirse que cualquier escritura pública, cuyo conte­ni­do sea un acto o contrato inscribible, resulta coja, muy coja si no consigue su inscripción en el Registro.

La existencia del derecho real implica, necesariamente, su eficacia fren­­­­­­te a todos. Tanto es así que una compraventa de una finca, llevada a ca­­­­­bo a través de escritura pública, queda mermada de eficacia si no se ins­cribe en el Registro de la Propiedad. Sin inscripción, la venta es válida y verdadera… pero con verdad oculta, ya que el comprador es dueño abso­lu­to ante su vendedor; pero frente a terceros, su condición de dueño, no de­­pen­de de lo que diga la escritura, sino de lo que proclame el Registro. No es extra­ño, pues, que el ciudadano que quiera comprar una finca, no acep­te otros da­tos que los que, respecto a ella, proporcione el Registro de la Propie­dad. A través de su consulta, el futuro comprador quedará ente­ra­do de modo inmediato, de toda las particularidades que afecten al inmue­ble cu­ya adquisición pretende.

La verdad del título queda proclamada cuando el titular registral ma­nifiesta su decisión inmediata de transmitir la finca F (de su propiedad) a favor de Don D, en las condiciones que fija y que D acepta. Es una ver­dad «inter partes».

Por el contrario, «la verdad» de la inscripción, no se ciñe de modo ex­clu­sivo al estrecho círculo que gira en torno a comprador y vendedor. Bus­­­­­­ca campos más amplios.

Por otro lado, ese afán de considerar a la inscripción como accesoria de la escritura (que casi siempre se toma como paradigma), lleva a las gentes a formular opiniones que, como mínimo, resultan extravagantes.

¿Dónde se dice (Ley, reglamento o Resolución), y desde cuándo, que la nulidad del título convierte en nula a la inscripción… así, sin más?

El título inscrito podrá ser nulo y, por supuesto, la inscripción no lo con­valida; pero el asiento registral que lo publica está ahí, en los libros del Registro produciendo todos sus efectos, en tanto los Tribunales no de­claren su nulidad.

Admitiendo la posibilidad de que los títulos viciados de nulidad, ac­ce­diesen indebidamente, a los libros del Registro, el artículo 33 dice que «la inscripción no convalida los actos y contratos que sean nulos con arreglo a las Leyes.»

No obstante, el hecho de que el título inscrito, a pesar de su ins­crip­ción, siga siendo nulo, no provoca la nulidad del asiento. Así lo proclama el párrafo tercero de su artículo 1º: «Los asientos del Registro practicados en los libros que se determinan en los artículos 238 y siguientes, en cuan­to se refieran a los derechos inscribibles, están ba­jo la salvaguardia de los Tribunales y producen todos sus efectos mien­tras no se declare su ine­xac­titud en los términos establecidos en esta Ley.»

En resumen:

1°. La inscripción es documento diferente del título formal que fue pre­sentado al Registro.

Frente al documento presentado, la inscripción es una verdad con efec­tos «erga omnes», mientras que el documento no pasa de ser una verdad «inter partes», o una «verdad oculta».

Esta idea es mantenida por el Tribunal Constitucional en S. de 24-4-1997.

Según ella, un sistema registral como el nuestro (que es de inscripción y no de transcripción), los documentos en virtud de los cuales se practican los asientos, agotan sus efectos ante el Registro, al servir de base para la ca­lificación e inscripción registral. A partir de este momento, al prac­ti­carse el asiento, es el acto el que produce los efectos propios del Registro. Es cierto que una buena parte de los asientos que se practican en el Regis­tro, son simple traslación parcial o, incluso, íntegro, de los documentos pre­­­­sentados. Sin embargo, esta constatación no debe llevarnos a la con­clu­­­sión de que los efectos registrales son directamente producidos por los documentos presentados, o que los asientos no constituyan un nuevo do­cu­mento; y, por fin, lo que es más relevante; aun en casos en que los do­cumentos se incorporan íntegramente a los asientos, los efectos regis­trales los producen estos últimos o su publicación, no los documentos de que traen causa.

2º. Cuando, a consecuencia de la inscripción de un acto nulo, se pro­duzca un asiento inexacto, su inscripción será presupuesto indispensable pa­ra que el tercero adquirente del artículo 34 de la Ley Hipotecaria, con­si­ga la inscripción de su derecho y, con ella, la convalidación de la ins­crip­ción ine­xacta, siendo mantenido en su adquisición aunque, después, se anu­le o re­suelva el derecho de su otorgante, por causas que no consten en el Registro.

3º. La inscripción es justo título a los efectos de la prescripción adqui­si­tiva a favor del titular registral, presumiéndose, además, que éste ha po­seído pública, pacífica, ininterrumpida y de buena fe durante el tiempo de vigencia del asiento y de sus antecesores de quienes traigan causa. Así de claro se manifiesta el art. 35 de LH.

4º. La inscripción implica que, a través de ella, se lleva a cabo la publi­cidad formal de los asientos.

Las certificaciones y notas simples informativas a través de las cuales pueden darse a conocer los pronunciamientos registrales, son documentos que nada tienen que ver con la escritura.

En definitiva, utilizando expresiones de PAU PEDRÓN, “el Registro no só­lo refleja la realidad, sino que encierra en sí mismo la verdad de las co­sas, más fuerte que su misma realidad: es la llamada «realidad regis­tral», más eficaz y valiosa en muchos casos que la otra, la «realidad extrarre­gistral», que es tan sólo la realidad misma.”

Siendo esto así, parece lógico, equitativo y saludable, que exista un de­ber general de consultar el Registro.

 

  • 4. La eficacia erga omnes de la inscripción.

Dice GARCÍA VILA, en las páginas 495 y siguientes de la Revista:

«La Dirección General parece que apoya este principio de la publi­ci­dad material del Registro en la eficacia erga omnes del Registro, con base en los arts. 13, 32 y 34 LH. Literalmente, repiten las resoluciones que “el Registro de la Propiedad entre otros muchos efectos atribuye el de la efi­cacia erga omnes de lo inscrito (cfr. artículos 13, 32 y 34 de la Ley Hi­po­te­caria), de manera que no puede la entidad acreedora –que además es par­te– desconocer la adquisición efectuada por el tercer poseedor inscrito, cuan­do además consta en la propia certificación de titularidad y cargas solicitada a su instancia en el procedimiento”…

Un estudio de­tenido de la cuestión excede con mucho del ámbito de es­te trabajo, porque la Dirección General parece acoger la denominada efi­­­cacia confor­ma­dora, configuradora o cuasiconstitutiva de la inscripción respecto del derecho real, defendida brillantemente por GARCÍA GARCÍA…

Sin ánimo de entrar en esta polémica, por exceder con mucho de los lí­mites de este trabajo, sí que hay que señalar que estas normas que adu­cen las resoluciones establecen la necesidad de que los derechos limi­tativos consten inscritos para que surtan efecto contra terceros, que los títu­los de dominio no inscritos no perjudican a tercero y que el tercero es­tá prote­gido aunque la adquisición de su transmitente sea nula (si la nu­lidad no se hace constar antes de su inscripción o no consta anotación pre­ventiva) o se resuelve el derecho de su transmitente en virtud de causa que no conste en el Registro.

Con algunas excepciones, el régimen general en nuestro Derecho es que los derechos reales nacen fuera del Registro de la Propiedad, sin ne­ce­­sidad de la inscripción. Los derechos reales tienen dos características, la atribución de un poder directo sobre la cosa y la absolutividad o eficacia er­ga omnes. Esta absolutividad deriva del carácter que confiere a estos de­­rechos el ordenamiento. Suele incurrirse a veces en un error (en no po­ca medida producida por la doctrina notarialista al extender la opo­ni­bi­li­dad de la escritura pública), cuando se indica que la escritura pública sólo produce efectos inter partes. Esta proposición es cierta en el sentido de que las obligaciones que nacen del contrato producen efecto exclusi­va­mente entre las partes; pero el negocio contenido en la escritura puede servir de título para la transmisión o la constitución de un derecho real, y este efecto transmisivo o constitutivo del derecho real (ligado a la escritu­ra en cuanto que ella contiene el negocio y, además, sirve de “modo” que completa la transmisión o la constitución) es el que surte efectos  no sólo entre las partes sino respecto de terceros. Una vez nacido el derecho real produce efectos ya frente a todos.

La inscripción en el Registro de la transmisión o de la constitución de los derechos reales (en los supuestos en que no es constitutiva) es evi­den­te que produce importantes efectos. Permite al adquirente inscrito des­co­nocer transmisiones o constituciones de derechos reales que no hayan lle­ga­do al Registro (siempre, en mi opinión, si adquieren con los re­qui­sitos del art. 34 LH) y le atribuye presunciones de existencia del de­recho (con importantes repercusiones procesales y sustantivas, defensivas y ofen­si­vas).

Pero la inscripción no añade al derecho real ya existente ninguna efi­cacia erga omnes que antes no tuviera, no aumenta para nada el círculo de personas afectadas por el derecho real o, más exactamente, frente a los que pueda alegar su existencia.

La inscripción lo que le permite es impedir que, con posterioridad a su adquisición, pueda surgir un tercero protegido, él sí, por la fe pública re­gistral.

La inscripción, pues, no tiene una mera eficacia publicadora de algo exis­­tente. Lo que estos artículos hacen es proteger al tercero que con­trata confiado en lo que el Registro publica, e impide que pueda resul­tar con pos­terioridad un tercero protegido.

La inscripción tiene una eficacia protectora respecto del pasado (que no le pueda ser alegada al tercero que inscribe la alteración de la realidad jurídica ya producida, pero que no ha accedido al Registro) e impeditiva (y por tanto, protectora) respecto del futuro, pero no conforma el derecho real (en el sentido de que le da un efecto ínsito en la nota del derecho real que antes no tenía) ni lo convalida (la convalidación es un término que suele ir ligado a algún tipo de ineficacia).

No tiene, pues, una eficacia cuasi-constitutiva respecto de terceros, no se es propietario respecto a todos pero no respecto del tercero que ins­cri­be: es un propietario que se ve privado de su derecho por mor del prin­ci­pio de seguridad jurídica del tráfico inmobiliario que nuestro sistema re­gis­tral supone. No hay “relatividad” alguna respecto del tercero re­gis­tral.

Pero ni aun entendida la eficacia de la inscripción del modo en que lo hace la Dirección General, estas normas que se citan no permiten poder afir­mar que el contenido del Registro es conocido. La inscripción per­mite a los que inscriban conocer el contenido registral anterior, que les es opo­nible, y, específicamente para el procedimiento de ejecución directa la nota de expedición de la certificación de dominio y cargas sirve a todos los que inscriban con posterioridad como notificación (art. 132.2 LH), pe­ro no existe ninguna norma que indique, sino todo lo contrario, que la ins­cripción ulterior hace que los titulares de algún derecho que hubieran ins­crito con anterioridad tengan conocimiento de la inscripción posterior…»

Vamos a hacer algunas consideraciones respecto a lo que expone GAR­CÍA VILA así como las ideas de algunos autores, distinguiendo:

  1. La idea de la tradición como modo de adquirir:

Como ya vimos, GARCÍA VILA dice que “el negocio contenido en la escritura puede servir de título para la transmisión o la constitución de un derecho real, y este efecto (ligado a la escritu­ra en cuanto que ella con­tie­ne el negocio y, además, sirve de “modo” que completa la transmisión o la constitución) es el que surte efectos  no sólo entre las partes sino res­pecto de terceros. Una vez nacido el derecho real produce efectos ya fren­te a todos.”

Esta idea no es nueva, pues ya la expresaron MAR­TÍNEZ SANCHIZ y HUERTA TROLEZ, como luego veremos.

Pero veamos algunas consideraciones históricas y lo que la doctrina más autorizada en tiende por tradición.

En la discusión parlamentaria del Código civil –sesión de 10 de abril de 1889–, GERMÁN GAMAZO, dice, “respecto al tratado de [la] tradi­ción de­sen­vuelto en el libro 2º (?) y en el libro 4º, al referirse a las dis­tintas clases o formas de tradición, dijo que todas ellas responden a la idea del legislador de dar a entender que lo que se refiere es la demostración pública y solemne de que se ha puesto a disposición del adquirente la cosa que por el contrato de compraventa se había inten­tado transmitir.

Aparte de confundirse de libro, dice algo inexacto, pues “la demos­tra­ción pública y solemne” de que nos habla  no aparece en el Código civil por ninguna parte, salvo en lo que se refiere a la llamada tradición real y ello dadas ciertas circunstancias –en este punto creo acertado el criterio de DÍEZ-PICAZO, que luego examinaré–. Resulta obvio que en la llamada tradición “brevi manu” –inciso final del artículo 1.463–, no es necesaria la entrega. Respecto a la tradición instrumental, tampoco veo la publicidad, por­que, aparte de ser el protocolo secreto, en el otorgamiento no inter­vie­nen testigos.

Y por fin, llega a la inscripción y dice:

“¡Ah, señor Azcárate! La inscripción es ya un acto de dominio, al cual pre­cede la tradición. Cuando aquella tiene lugar, ésta se ha realizado por el otorgamiento de la escritura pública y por la entrega de esta escritura (?); forma que no tiene nada de original, que era de nuestro derecho anti­guo, que era del derecho romano y de otros derechos, y de aquí la tradi­ción simbólica que se hace de las cosas inmuebles y de aquellas que no se pueden poner materialmente a la disposición del adquirente; pero después de la tradición viene la inscripción, que es el primer acto del adquirente para asegurar respecto a la propiedad inmueble la efec­ti­vidad del con­­trato por el cual se le ha transmitido; y así se explica muy bien el artí­culo siguiente, 1.473, que define cuando debe con­siderarse transmitida la propiedad y a favor de quien en el caso de distintas enajenaciones, porque la inscripción es la notificación más solemne y más perfecta.”

Dice GAMAZO algo bastante extraño: que la transmisión del dominio se realizaba por el otorgamiento de la escritura pública y por la entrega de esta escritura. Aquí hay una confusión de ideas. El documento, que es el soporte físico del otorgamiento, y que es firmado por las partes y por el propio Notario, queda en la Notaría para ser archivado en el protocolo del año en curso correspondiente a su otorgamiento; lo que se le entrega al com­prador no es la escritura pública otorgada, sino una copia de la mis­ma. Hoy pueden realizarse las dos cosas casi simultaneamente, debido a los avances de la técnica; pero a finales del siglo XIX, dudo mucho que esto fuese factible.

Tampoco la entrega de esta escritura era del Derecho romano.

ROCA-SASTRE MUNCUNILL, en esta materia, hace una afirmación muy discutible, pues dice que en Derecho romano, entre otras maneras de efec­tuar la tradición, se admite la entrega del documento escrito en el que consta la compraventa (C. 8, 54, 1), que es la denominada tradición (?) instrumentorum. Veamos lo que dice el Código de Justiniano.

Libro VIII, Tit. LIV (LIII) DE DONATIONIBUS

  1. Impp. SEVERUS et ANTONINUS A.A. LUCIO. – Emtionum manci-pio­rum instrumentis donatis et traditis, et ipsorum mancipiorum do-nationem et traditionem factam intelligis; et ideo potest adversus do-natorem in rem actionem exercere.

     P.P. V. Kal. Iun. FAUSTINO et RUFINO Conss.

Libro VIII, Título LIV (LIII) DE LAS DONACIONES

  1. Los Emperadores SEVERO Y ANTONINO, Augustos, a LUCIO.– Do-nados y entregados los instrumentos de la compra de esclavos, debes en-tender hechas la donación y la entrega también de los mismos esclavos; y puedes, por lo tanto, ejercitar contra el donador la acción real.

Publicado a 5 de las Calendas de Junio, bajo el consulado de FAUS­TI­NO y de RUFINO.

URSICINO ÁLVAREZ SUÁREZ –El problema de la causa en la tradición, página 46– entiende que en este texto se han interpolado las palabras más esenciales, ya que, probablemente, el texto originario, según opinión de RICCOBONO, debió negar la eficacia traslativa a la entrega del docu­mento, oponiéndose así a tal costumbre oriental. También EDUARDO VOL­­­TERRA cree que el citado texto ha sido interpolado.

ÁLVARO D’ORS dice que «tampoco se llegó a sustituir la entrega de la cosa por la del documento de transmisión (“traditio per cartam”), ni si­quiera en el derecho vulgar» (Ver Derecho privado romano, § 170, final de la nota 3). Por si pudiese haber alguna duda, se lo consulté directa y per­sonalmente y me dijo que él se refería al documento, en que constaba la transmisión realizada en el propio contrato traslativo, no al documento de adquisición del transmitente (que tampoco se admitía como tradición instrumental).

Y hora vamos a ver las opiniones de autores muy relevantes:

SÁNCHEZ ROMÁN es uno de los autores que, con mas tenacidad, criti­có el Código civil.

Su teoría, en principio, discrepa mucho de la romana, pues en ella el mo­do no tiene el carácter material y externo que tiene en la doctrina tra­dicional, ni puede calificarse de causa próxima, pues el derecho pre­ce­dente o el estado especial de la cosa –“modo” para SÁNCHEZ ROMÁN– es anterior a la voluntad o título, cuando trata de la tradición, en el De­recho an­terior al Código civil. Este tratadista, después de distinguir su sen­tido gra­matical, equivalente a entrega, que constituye siempre un he­cho, el ac­to de entregar una cosa, y su sentido jurídico, como transmisión o de­ri­va­ción de derechos reales o sobre las cosas, nos señala como ele­mentos de toda tradición jurídica:

1º Preexistencia del derecho que se transmite en el patrimonio del trans­mitente.

     2º Justa causa o título de la transmisión.

     3º Voluntad de transmitir y adquirir en el transmitente y en el adquirente.

       Capacidad para transmitir y adquirir, según la naturaleza del título.

     5º  Acto que la exteriorice material, simbólica o legalmente.

Creemos que SÁNCHEZ ROMÁN desmesuraba la idea de tradición, que no se correspondía con la de la doctrina mayoritaria, la cual, según la con­cepción heredada de los post-glosadores de Bolonia, era consideraba co­mo un acto material de ejecución de un contrato de finalidad traslativa. Es necesaria para transmitir, pero no constituye, por sí misma, un negocio ju­rí­dico autónomo. Pero además, se puede observar que el elemento 3º está en el propio título y el 4º corresponde también al título, ya que, el mismo SÁNCHEZ ROMÁN, nos habla de la capacidad “según la naturaleza del tí­tu­lo”.

Respecto al elemento 5º nos dice, un poco más adelante, que ha per­dido importancia debido a la institución del Registro de la Propiedad: el servicio que la tradición jurídica prestaba a la notoriedad de las trans­misiones de cosas y derechos reales está ventajosamente prestado por la inscripción en el Registro, cuya influencia en este extremo de notoriedad es incompleta ya que solo surte efecto respecto de tercero y sólo respecto a los bienes inmuebles y derechos reales constituidos sobre los mismos, únicos capaces de inscripción. Y se pregunta:

     ¿Cómo se puede desconocer la virtualidad y necesidad de la tradición, cual causa eficiente del derecho del comprador respecto del vendedor de la cosa, aunque el título traslativo no se haya inscrito en el Registro? ¿Por qué medio, sino por la tradición jurídica, se deriva el dominio de una per­sona en otra respecto de las cosas muebles que no pueden ser inscritas? Bien se ve que la tradición es indispensable para que la propiedad se trans­mita y se adquiera, que no puede ser… sustituida y derogada en el sis­tema de la Ley Hipotecaria vigente por el requisito de la inscripción en el Registro…

     Tiene razón SÁNCHEZ ROMÁN respecto a los muebles. Pero, respecto a los inmuebles, resulta un tanto inconsecuente, ya que,  sí según sus ide­as, en las adquisiciones derivativas, el modo consiste en la preexistencia del derecho en el transmitente, como es esto, precisamente, lo que la ins­cripción salva, a través de la fe pública registral, entonces, conforme a tales ideas, la inscripción vendría a sustituir a la tradición.

     Por ello no resulta extraño, pero sí curioso que, tres páginas más ade­lante, nos diga:

     “En la doble enajenación de cosa inmueble se entenderá hecha la tra­dición jurídica, y ganado el dominio u otro derecho real enajenado, en fa­vor de aquel de los dos adquirentes que haya inscrito su título en el Regis­tro de la Propiedad, AUNQUE LA ENTREGA O POSESIÓN DE LA COSA SE HICIERA AL OTRO”.

     Estas palabras, implican la sustitución de la tradición por la inscripción –cuando ésta entra en juego–, o que la segunda prevalezca sobre la pri­mera, o que la tradición es la inscripción, lo cual resulta incompatible y contradictorio con lo que dijo antes. Por ello, tratándose de la adquisición derivativa de bienes inmuebles, creo que SÁNCHEZ ROMÁN no tenía muy claras sus ideas.

Esto mismo lo había escrito en la Revista Lunes 4,30. Posterior­men­­te, después de leer el trabajo de URSICINO ÁLVAREZ –“El problema de la causa en la tradición”, página 110– me complació saber que este romanis­ta había considerado que la interpretación de SÁNCHEZ ROMÁN era per­sonal y no muy clara.

Manuel Azaña –en “Los Cuadernos robados”– dice de Sán­chez Ro­mán:

En la página 9: “Sánchez Román nos regaló con un discurso legule­yes­co y con otro muy estúpido el señor Gil Robles…”

En la página 34: “Habló Sánchez Román y pronunció un discurso en ga­limatías…”

En la página 258: “Esta mañana, en la estación, me habló el Presidente del Supremo. Insiste en que el recurso de apelación puesto por Sánchez Román en el proceso de Menéndez es un error, fruto de la inexperiencia de Sánchez Román en materia criminal.”

En la página 372: “Sánchez Román ha atacado nuestra declaración mi­nis­terial por falta de «contenido programático» A mí me cuesta mucho tra­bajo se­guir los razonamientos de Felipe, por la impropiedad abstrusa de su vocabulario y por lo retorcido de los períodos”.

FELIPE CLEMENTE DE DIEGO sostuvo que, para la adquisición y trans­misión de los derechos reales –ya que éstos deben ser conocidos por to­dos–, se requiere un elemento formal que los dé a conocer. Y como la po­sesión es lo visible de la propiedad, aquel elemento no es otra cosa que el desplazamiento de la posesión, que se obtenía en el Derecho ro­mano por la tradición, y en el Derecho moderno por ésta para los muebles y por la inscripción en el Registro para los inmuebles.

Ya en 1945, el mismo URSICINO ÁLVAREZ SUÁREZ, aunque era un ro­manista, nos dice –obra citada, páginas 9 y 10–:

     «Como en todos los actos en que es decisivo un fenómeno de volición, en la traditio se plantea también el problema fundamental de precisar cuando podrá afirmarse sin género de duda que las partes han querido do­tar a la entrega de efectos traslativos. El mero hecho de la entrega de una cosa de una a otras manos no es un índice inequívoco de este deseo; la tradición es un hecho en si mismo incoloro y equívoco, que puede ser­vir para realizar fines múltiples, a saber: la cesión de la cosa en préstamo (mutuo, comodato), en custodia (depósito), en garantía de una deuda (pren­da) y, en fin, transmisión de propiedad».

    Y más adelante –páginas 120 y 121–:

     «Lo que sí es necesario advertir es que la tradición o entrega, cualquie­ra que sea la forma espiritualizada que se adopte, desempeña siempre dos funciones:

     – La de llevar a efecto la transmisión de propiedad como acto de ejecu­ción del contrato que la determina (función transmisora)

     – Y la de hacer patente por signos externos el cambio de propiedad que tiene lugar (función de publicidad).

Pero la espiritualización del acto material de la entrega ha hecho que la traditio cumpla cada vez mas deficientemente esta segunda función: en consecuencia, ha sido preciso dotar al adquirente de buena fe de una protección supletoria que le cubra del riesgo de que el enajenante no sea propietario o de que, aun siéndolo, le realice la entrega de la cosa sin una causa válida, cuyo vicio aquel desconozca, pero que sea de tal entidad que prive a la transmisión de eficacia jurídica.

     Esta protección supletoria se ha configurado, respecto de las cosas mue­bles, dotando a los signos externos que constituyen la posesión, de una presunción de legitimidad, en virtud de lo dispuesto en el artículo 464 de nuestro Código civil…

     Respecto a las cosas inmuebles, la protección supletoria del adquirente de buena fe se ha otorgado dotando de un valor especial a la inscripción en el Registro….»

ÁLVAREZ CAPEROCHIPI –Derechos Reales, 1, página 172–, mucho más recientemente, entendió que la traditio instrumental debe inter­pre­tar­se como una mera presunción de traditio real, sin que pueda llegar a sus­tituirla o desplazarla. Debe ponerse en relación este principio con la nor­mativa (artículos 609 y 1.095) que declara que el sólo contrato no trans­mite la propiedad, de la que la tradición instrumental NO debe su­poner una excepción

El mismo autor nos dice –obra citada, página 170– que el artículo 1.462-2º del Código civil supone una regulación propia de un régimen de transmisión consensual de la propiedad, pero, en tal sistema, la traditio no transmite la propiedad, sino solamente la posesión. El texto del Código, in­terpretado literalmente, se convierte entonces en una incomprensible ra­dicalización de la eficacia del documento público, en una excep­ción que desnaturaliza la teoría del titulo y el modo. Cita como ejemplo a PÉ­REZ GONZÁLEZ y ALGUER, que interpretan el sistema de la traditio ins­trumental como una aproximación a la transmisión de la propiedad por el mutuo consentimiento, que elimina tanto la tradición real como el acuerdo de tradición. Entiende que la exigencia de sobrevivencia de la teo­ría del título y el modo y la función de la traditio material exige interpretar la tra­ditio instrumental “como una mera presunción de entrega material”.

Aunque hay parte de verdad en lo que dice este autor –pues el sistema se aproxima mucho a la transmisión consensual–, sin embargo creo que en el artículo 1.462-2º no hay ninguna presunción.

El Tribunal Supremo, en catorce sentencias –citadas por ROCA y cuyas fechas respectivas son: 12 de abril de 1980, 10 de noviembre de 1903, 29 de mayo de 1906, 10 de febrero de 1909, 24 de noviembre de 1914, 21 de marzo de 1916, 23 de noviembre de 1917, 9 de diciembre de 1922, 25 de octubre de 1924, 7 de julio de 1927, 22 de marzo y 25 de abril de 1930, 9 de enero de 1941 y 31 de octubre de 1951– había declarado que la tra­di­ción ficta o la instrumental que establece el artículo 1.462 del Código ci­vil, si bien implica una presunción iuris tantum de la transferencia de la posesión jurídica, que hace adquirir la propiedad de la cosa, presupone ne­­cesariamente para su eficacia que el tradente se halle en posesión de la misma, pues si esta posesión la tiene un tercero no podrá el tradente tras-pasarla.

Esta orientación del Tribunal Supremo podía suponer un inconveniente para la inscripción –que entonces casi nadie vio– en el supuesto de que se tuviera que inscribir la “traslación entera” –como opinó ROCA– o de que el nuestro fuese un Registro de derechos y no de títulos, como actual­men­te se cree, porque una presunción iuris tantum es rebatible, con lo cual se produciría una gran inseguridad.

Pero, a partir del año 1952, empieza a percibirse un cambio en la juris­prudencia. La Sentencia de 22 de marzo de 1952 –en el mismo sentido las sentencias de 28 de junio de 1961 y 8 de julio de 1983– se produce de una manera que da pie a entender en sentido especial el párrafo 2º del artículo 1.462 del Código civil, pues declara que este precepto «no establece… una pre­sunción iuris tantum rebatible por cualquier medio, sino que, a su dis­posición, sólo puede oponerse, según su párrafo 2º, que de la misma escri­tura resulte o se deduzca lo contrario».

Creo que puede considerarse que estas últimas sentencias son acer­ta­das porque, efectivamente, si el otorgamiento de la escritura equivale a la tradición –aunque no sea la tradición–, es que vale lo mismo, prima facie, que la tradición real, aunque ello implique una ficción. Por lo tanto, o se cambia aquella expresión, o aquí no hay tal presunción. Ahora bien, dado que el artículo 1462-2º implica una ficción, la escritura sigue sin ser una forma de tradición sino un equivalente jurídico de ella, que, en cierto mo­do, depende de la voluntad de las partes, ya que el mismo precepto pre­vé que tal equivalencia no tenga lugar si de la misma escritura resul­tare o se dedujere lo contrario. Lo que sucede es que, cuando las partes no dicen na­­da sobre ello, se entiende que el repetido equivalente funciona co­mo tra­dición. Y en tal caso resulta indudable que la transmisión se pro­du­ce “in­ter partes”. Pero, como se trata de una ficción que, en cier­to modo, de­pende de la voluntad de las partes, para que la transmisión tenga ple­na efi­cacia “erga omnes” (salvo el caso de que se trate de una transmisión sin­gular), se requiere:

–O bien la inscripción, en cuyo caso la eficacia se produce de forma instantánea.

–O bien, la entrega real, seguida de la posesión, siempre que esta po­sesión reúna determinadas características, con lo cual la transmisión re­quiere un cierto tiempo para consolidarse, aunque sea con efectos menos plenos.

LACRUZ –Derechos reales, 1º, página 231– nos dice:

En el supuesto del artículo 1.462-2º, en lugar de la entrega se pone otro acto distinto pero igualmente capaz de satisfacer la exigencia de que haya un modo transmisivo, quedando alterado el sentido literal del artículo 609 por cuanto, al lado de la tradición, se admite, en calidad de modo, la forma de escritura pública, que sirve de vehículo a la justa causa.

Este ulterior modo transmisivo no es posesorio: a diferencia de la tra­di­ción, no confiere necesariamente la posesión de la cosa, y sí sólo el do­minio o derecho real limitado».

     En favor de la validez traditoria del simple instrumento pueden alegarse, según el mismo autor, las siguientes razones –que, indudablemente, permiten la inscripción de la traslación entera–:

a) Es la única que hace posible justificar la transmisión realizada por un propietario no poseedor. La posibilidad de tal transmisión se des­pren­de, no sólo de los artículo 1.462, 1.463 y 1.473 Código civil, sino actual­mente del artículo 36 de la Ley Hipotecaria, que entiende ser posi­ble transferir la propiedad de una cosa, mientras persona distinta del vendedor tiene su posesión jurídica total.

b) Permite interpretar el artículo 1.473-2º sin hacerlo inútil o con­vertir a la inscripción en un sustitutivo de la tradición.

En dicho artículo sólo se puede llegar a dos conclusiones:

–Que la propiedad se transmite sin tradición, pues dicho artículo para nada la menciona y se atiene exclusivamente a la prioridad de la ins­crip­ción, lo cual no es conciliable con los artículos 609, 1.095 y con el propio sentido literal del artículo 1.473.

     –Que la inscripción presupone una tradición ya efectuada. Enton­ces el artículo 1.473-2º contempla un problema que no puede plantearse nunca, porque, en todo caso, como la transmisión posesoria sólo habrá podido te­ner lugar frente a uno de los adquirente, la inscripción del otro siempre se­­rá ineficaz y no hay por qué atender a la prioridad en acudir al Registro, sino a cual de los compradores ha realmente adquirido y, en consecuen­cia, ha podido inscribir válidamente.

c) Con la teoría contraria, si un propietario vende una finca que no po­­­see, no transmite la propiedad de la misma, por falta de tradición. En cambio el adquirente sí recibirá la propiedad si es un donatario: al pare­cer el propietario no puede vender, pero si donar.

d) La existencia en el Código civil de numerosos casos en que la pro­piedad se transmite derivativamente sin necesidad de traspaso posesorio. Y ello no sólo en los supuestos de sucesión universal o de sucesión mortis causa, sino en negocios jurídicos inter vivos, como la donación o la dote, o en las adquisiciones provocadas por el funcionamiento de una condi­ción.

e) A quién ha sido despojado de la posesión de un bien, le queda la pro­piedad. Este derecho, aun sin posesión, es necesariamente transmisi­ble: la propiedad comporta el derecho a disponer de su objeto –artícu­lo 348– salvo que una ley lo haga indisponible, lo cual no es de presumir en la línea ideológica del Código civil, contrario a las vinculaciones.

f) El artículo 1.473-3º, al final, al conferir la propiedad, caso de con­flicto entre dos adquirentes no poseedores, «a quien presente título de fe­cha más antigua» demuestra la posibilidad de que el dominio se transfiera sin posesión.

Resulta obvio que esta posición de LACRUZ favorece la inscripción de la “traslación entera”.

La posición mantenida por DIEZ-PICAZO nos interesa mucho, pues además de ser Catedrático de Derecho civil, puede considerarse como el me­­jor, o por lo menos, uno de los mejores Abogados de España, pues de­fen­dió con éxi­to los intereses de la empresa ganadera, Sociedad Anónima del Ucieza –que había apelado a los tribunales españoles sin éxito hasta llegar al Su­premo, que no admitió el recurso, y al Constitucional, que en 2008 recha­zó su recurso de amparo–, ante el Tribunal de Estrasburgo. Pe­ro, además, hay que tener en cuenta que, en Alemania por ejemplo, los cate­dráticos explican a sus alumnos las lecciones, pero los que examinan a éstos son los abogados, y, en Inglaterra los Jueces se eligen entre los me­jores abo­gados.

DÍEZ-PICAZO, muy certeramente, dice que la inte­li­gencia del sis­tema traslativo de la propiedad y de modificación jurídico real en nues­tro Có­di­go civil es cualquier cosa menos clara. Los artículos 609 y 1.095 del Có­digo civil colocan a nuestro sistema dentro de la clási­ca teoría del título y el modo. Pero dejando aparte determinadas excep­cio­nes a este sistema, se plantea el autor citado, entre otros, los problemas de qué es lo que hoy entendemos por tradición y cuál es la influencia que en la configuración del fenómeno de la tradición ejerce o puede ejercer la vo­luntad de las partes.

Nos dice que la tradición consiste –según viene admi­tiendo la doctri­na– en un acto extraordinariamente sencillo y simple: la en­trega de la cosa hecha por el transmitente al adquirente. Pero recono­ce que la idea de en­trega no es, sin embargo, tan sencilla como a prime­ra vis­ta parece. El ar­tí­culo 1.462 del Código civil dice que se entiende entregada la cosa ven­di­da cuando se pone en poder y posesión del comprador, pero inme­dia­ta­mente después, se recogen otra serie de actos que, siguien­do las huellas his­tóricas de las viejas modalidades de traditio, se conside­ran como entre­ga o se entiende que equivalen a la entrega, aunque no lo sean riguro­sa­men­te. Por otra parte, aun cuando se pueda considerar como sencilla la ope­­ración de entrega entendida como entrega manual, las ca­rac­terísticas de dicha operación se complican cuando tratamos de obser­var su estruc­tu­ra y su funcionamiento como mecanismo jurídico de trans­misión del do­mi­nio.

El mero hecho de la entrega de una cosa, al pasar de unas manos a otras, no es, ni puede ser nunca, índice inequívoco de que se ha produci­do una transmisión dominical. La datio rei o entrega de una cosa es un hecho que en sí mismo resulta INCOLORO Y EQUÍVOCO y que puede servir pa­ra realizar múltiples fines económicos de naturaleza profunda­mente di-ver­sa. Y se pregunta ¿Qué es entonces lo que colorea y de algu­na manera des­vanece el equívoco? Se piensa que es una determinada dirección de la voluntad de las partes: que existe una concorde voluntad de las partes de transmitir y adquirir el dominio o de constituir un dere­cho real. Si llega­mos a este punto, es lícito llegar también a la conse­cuencia, a la que lle­gan todos los ordenamientos que admiten la trans­misión consensual, de que si es la voluntad de las partes lo decisivo, ella es el punto en que hay que fijar la producción del efecto traslativo, pues ¿para qué más? Y probablemente así debería ser si la traslación o el efecto traslativo no produ­jera sus consecuencias más que en la órbita de las partes. ES, SIN EM­BAR­GO, ALGO QUE INTERESA A LOS TER­CEROS. Por lo cual, la vo­lun­tad negocial de las partes se debe plasmar o ir seguida de lo que desde aho­ra podemos denominar comportamien­to traslativo. Erga omnes o fren­te a terceros la sola voluntad o el sólo consentimiento no es idóneo para producir el efecto traslativo, si no se incorpora a un determinado tipo de com­portamiento, que lo haga recog­noscible. Ahora bien ¿cuál es este com­­­­portamiento traslativo? Asistimos en este punto a un fenómeno que, si bien se mira, resulta curioso. A pesar de que toda la evolución del fenó­meno traslativo parece consistir en una progresiva espiritualización del ele­­mento formal, subsiste la necesidad social de que los actos traslativos encarnen unas conductas socialmente calificables como tales y recognos­cibles como tales objetiva­mente. De este modo, la tradición, que origina­riamente es entrega mate­rial de la cosa, por una parte se espiritualiza pro­gresivamente y permite que el consentimiento o voluntad de las partes va­ya ganando terreno, hasta el punto de dejar reducido el acto material de la en­trega a un puro símbolo primero y a la nada después; mas por otra par­te, por lo menos respecto a los bienes de valor, como son los inmue­bles, sub­siste la idea de que el consentimiento no puede ser desnudo y ha de ves­­tirse de algún modo a través, por lo menos, de documentos y títulos for­males.

Llegamos así a una situación en la que es menester confesar que hay dos conceptos distintos de la tradición, uno estricto y otro amplio. En el primer sentido es tradición la entrega o, matizadamente, el comportamien­to traslativo. En el segundo, en cambio, es todo acto que se haga equivaler a aquellos y por consiguiente también los puramente simbo­lizados e in­cluso los ficticios.

Examina DÍEZ-PICAZO, a continuación la tradición como investidura de la posesión del adquirente, para lo cual vuelve al art. 1.462-1º del C.c. Hay entrega siempre que se pone al adquirente en la posesión de la cosa, es decir, siempre que se invista al adquirente de la posesión, o cuando éste la adquiere o, por lo menos, se le permite adquirirla en virtud de un hecho consentido por el tradente. Por esto el esquema traditorio se reconduce al artículo 438. La tradición es una investidura de la posesión del adquiren­te y la creación de un signo objetivo que permite a los demás reconocer que la transmisión se ha producido.

Con carácter general puede decirse que la tradición consiste, más que en el estricto hecho de la entrega de la cosa, en la creación de un signo exterior de recognoscibilidad de la traslación, del cual la entrega no es más que una especie, pero no desde luego la única. «Lo verdadera­mente esencial es que la posesión del adquirente como dueño pueda ser recono­cida como tal por los terceros ajenos a la relación jurídica existente entre las partes. En todos los casos en que el signo de recognoscibilidad se crea, aunque sea de manera simbólica, puede a nuestro juicio hablarse de tradi­ción».

ALFONSO DE COSSIO Y CORRAL dijo: “Tal efecto (la recognoscibili­dad) ni siquiera se logra, como fuera de desear, en virtud de la posesión que deriva de la tradición, ya que el hecho de poseer, aunque es percep­ti­ble por los sentidos, es equívoco y puede justificarse por los más diversos títulos. Si a ello se añade la peculiar naturaleza de gran parte de los dere­chos y cargas que sobre la finca pueden gravitar, y cuya posesión o no es po­sible, o no es claramente identificable, nos explicamos todos los esfuer­zos realizados, a lo largo de la historia, para lograr un instrumento idóneo de publicidad, que con relación a los inmuebles no puede ser otro que el Registro de la Propiedad.”

Pues, por esto mismo, tiene razón DÍEZ-PICAZO.

Creo que no quedaría completo este apartado si no me refiriese a la doc­trina de LALAGUNA DOMÍNGUEZ, que, un tanto abreviada, es como si­gue:

  1. a) La dualidad de principios normativos en la adquisición de la pro­piedad:

     En nuestro sistema podemos distinguir el que informa, en términos de gran generalidad, el sistema de adquisición y transmisión de la propiedad y demás derechos reales, que cristaliza, fundamentalmente en el artículo 609 del Código civil; y el que configura el régimen de las situaciones de doble venta, que regula el artículo 1.473 del mismo cuerpo legal –al que po­dríamos añadir, según creo, el del artículo 1.875 del mismo Código ci­vil–.

     El hecho de que en la doctrina científica se mantenga viva la con­tro­versia sobre la diversa significación de ambos preceptos es un signo claro de las dificultades de entrar llanamente en la interpretación del básico tex­to legal de la doble venta sin tener a la vista las consecuencias de la inter­pretación de este precepto sobre el sistema de transmisión de la propiedad enunciado en el artículo 609.

     Como resulta obvia la fuerte tensión que hay entre los dos preceptos ci­­tados, la doctrina, para resolverla, considera que el artículo 609 se nos muestra como marco general en el que se definen las coordenadas propias del sistema, y el artículo 1.473 se menciona como una peculiaridad que no se ajusta plenamente al sistema clásico, como una excepción o des­via­ción del sistema general. Dice LALAGUNA que no cabe excluir la hipó­tesis de que, en realidad lo que se ha producido con la introducción del ré­gimen de la doble venta en el Código civil, es una modificación de la doctrina del título y el modo.

Como luego veremos, el régimen legal específico de la doble venta del artículo 1.473 del Código es, evidentemente, muy distinto del régimen general de la transmisión de la propiedad enunciado en el artículo 609.

Parece claro que el artículo 1.473 responde a la explicación de la doble venta inmobiliaria que nos ofrece la Exposición de Motivos de la Ley Hi­potecaria de 1861, que, aunque ya la hemos visto, solo repetiremos aquí lo esencial: “Si una venta no se inscribe, el comprador, aunque obtenga la posesión, será dueño con relación al vendedor, pero no respecto a otros adquirentes que hayan cumplido con el requisito de la inscripción…”

En este conocido pasaje de la Ley Hipotecaria de 1861 se puede re­conocer un signo claro del origen de las dificultades en que se debate el intento de establecer la coexistencia del sistema de adquisición mediante contrato y tradición para toda clase de bienes, muebles e inmuebles, con el principio de prioridad de la inscripción con buena fe en la doble venta inmobiliaria, que relega la eficacia de la tradición a la adquisición de una propiedad vulnerable, que no es erga omnes y si, en cambio, claudicante frente al comprador que inscribe.

     Nos encontramos así la discutida distinción entre propiedad inter partes y frente a tercero.

     Con acierto se ha afirmado –MIQUEL GONZÁLEZ– que “parece un ab­sur­do llamar propiedad a la que sólo despliega efectos inter partes”. Cuan­­do la Ley de 1861 trata de conciliar la subsistencia entre las partes con­­tratantes del derecho antiguo, conservando sólo su eficacia inter par­tes, con la innovación de que conste inscrito en el Registro el dominio y los demás derechos reales para que se consideren constituidos o traspa­sados respecto a todos, el valor de la tradición queda menguado, deter­minando la adquisición de una curiosa forma de “propiedad relativa” (se utiliza la expresión propiedad relativa en el sentido en que la adopta la doctrina italiana: la tiene el primer adquirente y la conserva el vendedor respecto a terceros. Confróntese GARCÍA GARCÍA, Derecho Inmobiliario Registral o Hipotecario, II, 1993, página 88). Con el régimen de la doble venta, ese intento de conciliación queda frustrado porque la finalidad del artículo 1.473 del Código civil es precisamente evitar la relati­vi­dad de dos titularidades incompatibles sobre unos mismos bienes.

Sin duda, el más fuerte contraste que cabe apreciar en el artículo 1.473 respecto al tratamiento tradicional de la doble venta en la doctrina del títu­lo y el modo es la primacía de la inscripción registral sobre la posesión como criterio de solución del conflicto en la doble venta inmobiliaria. Lo que explica que la doctrina científica haya dedicado una mayor atención a este supuesto, que es, por otra parte, en el orden práctico, el supuesto de litigiosidad dominante.

  1. b) La distinción entre la venta singular y la doble venta:

Esta distinción ya aparece en el Proyecto de Código civil de 1851. En efecto, al comentar GARCÍA GOYENA el artículo 981, donde se formula la regla fundamental de la transmisión de la propiedad sin necesidad de en­trega de la cosa, dice lo siguiente: «La obligación de entregar la cosa que-da perfecta por el sólo consentimiento de las partes. No es, pues, nece­saria la entrega real para que el acreedor deba ser considerado como propietario desde el instante en que el deudor queda obligado a entre-garla». Sin embargo, al comentar el artículo 982, el autor de las Concor­dancias justifica la necesidad de la entrega de la cosa mueble para conver­tirse en propietario en caso de doble venta, y explica la diferencia que, para adquirir la propiedad existe, entre el caso de que haya un solo com­prador o que haya dos. Por su claridad y su proximidad lógica al régimen de la doble venta en nuestro Código civil, me parece oportuno transcribir el comentario.

«Cuando no hay mas que un solo comprador de la cosa mueble, rige de lleno lo dispuesto en el artículo. Yo compro un caballo: adquiero desde lue­go su propiedad sin necesidad de entrega, y si perece sin culpa del ven­dedor, perece para mi que soy su dueño». Y se refiere, a continuación, al supuesto en que haya otro comprador: «Pero otro compró el mismo caba­llo después que yo, y le fue entregado». Y en este supuesto precisa el sig­nificado de la entrega: El segundo comprador adquiere su propiedad; y la en­trega decide de ella contra lo dispuesto en el artículo anterior (artículo 981): esta singularidad o excepción se funda en la necesidad de mantener la libre circulación de las cosas muebles, y en la dificultad de seguirlas y reconocerlas, cuando ya están en manos de terceros…» Concluye GARCÍA GOYENA su comentario al artículo 982, justificando la diversidad de ré­gi­men de los bienes muebles y de los inmuebles: «En los inmuebles el com­prador puede asegurarse acudiendo al Registro público; en los mue­bles le falta este recurso. La legislación romana y la de partidas, por no reconocer el registro público, comprendían en la misma disposición los muebles e inmuebles: nosotros la limitamos a los primeros en que no se re­­conoce.»

     El valor que se atribuye a la inscripción en el Proyecto, se explica con claridad por CLAUDIO ANTÓN DE LUZURIAGA: “Admitido el principio de que solamente en virtud de la inscripción y desde su data surte efecto con­tra tercero la transmisión de bienes inmuebles, es consiguiente que en el registro público no se reconozca como propietario sino al que resulta te­ner este carácter por la última inscripción”. El principio de eficacia de la inscripción frente a terceros, según indica ANTÓN DE LUZURIAGA, tiene en el proyecto de 1851 “aplicación exacta” en el precepto sobre la doble venta (artículo 1.859), precedente del artículo 1.473, 2 del Código civil.

El correcto entendimiento de la norma del artículo 1.473 del Código civil puede quedar velado si no se coloca en primerísimo plano la situa­ción de conflicto cuya solución constituye la ratio legis de la misma, dis­tinta de la que inspira la adquisición del dominio en una venta singular. La atribución del dominio en caso de conflicto entre dos títulos de venta válidos, pero de eficacia incierta hasta que se resuelva a favor de uno de los compradores por la prioridad en la inscripción, en la posesión o en el título, nos está indicando la existencia de una diferencia fundamental con el proceso de adquisición de la propiedad que se inicia con la perfección del contrato de compraventa y se concluye con el hecho simplicísimo del cumplimiento de la obligación de dar del vendedor mediante la entrega de la cosa vendida –artículos 609 y 1.095 del Código civil–.

Ciertamente, la norma que nos propone que por la entrega o tradición en una venta singular se adquiere el dominio –artículo 609–, es completa-mente ajena a la finalidad de zanjar el conflicto adquisitivo de la doble venta, porque aquí no se trata simplemente de transmitir la propiedad a un comprador sino de reconocer la virtualidad transmisiva de uno de los tí­tulos adquisitivos y, correlativamente, rechazar la del otro. La colisión de títulos se elimina no por el mero hecho de la entrega a un comprador, sino por el hecho de ser uno de los compradores el que, con buena fe, antes haya inscrito su título en el Registro o antes haya tomado posesión de la cosa vendida o, faltando ésta, presente título de fecha más antigua.

Precisa también LALAGUNA algunas de las diferencias de régimen exis­­tentes entre la adquisición de la propiedad en una venta singular y en una doble venta, a saber:

     –La exigencia de la buena fe en la doble venta ha de concurrir en el comprador a quien se atribuye la propiedad por su prioridad en la inscrip­ción, en la posesión o en el título de adquisición.

     –La confusión creada en la doctrina al introducir en el problema de la doble venta la referencia a la prioridad en la tradición en sustitución de la prioridad en la posesión, que es el término empleado en el texto del artí­culo 1.473 del Código civil.

     El proceder de buena fe, que ha de concurrir en el comprador a quien se atribuye la propiedad al aplicar el criterio de preferencia que sea proce­dente conforme al régimen de la doble venta, es una exigencia que sólo tiene sentido cuando la atribución del dominio se convierte en conflicto entre dos compradores con títulos de adquisición igualmente válidos.

Huelga la existencia de buena fe cuando, no existiendo conflicto, se trata simplemente de adquirir el dominio en una venta singular.

La exigencia de la buena fe, requerida para adquirir el dominio por el artículo 1.473 del Código civil, excluye la aplicación del sistema de ad­quisición mediante tradición, que se formula en el artículo 609 del Código civil. A este respecto, apreciaba ESPÍN CÁNOVAS en el año 1945, la exis­tencia de una incompatibilidad del requisito de la buena fe establecido en el régimen de la doble venta, con el sistema del artículo 609 del Código civil: ¿Hasta qué punto modifica este requisito de la buena fe el sistema del Código?. El precepto se refiere, indudablemente, al caso de que sea el segundo comprador el primero en la posesión; pero entonces exige que lo sea de buena fe. Es indudable que este requisito es incompatible y excep­ciona el sistema del artículo 609 del Código civil, de forma que si el se­gundo comprador es el primero en la posesión, adquiriría la propiedad por efecto del artículo 609, pero si falta el requisito de la buena fe no la ad-quiere.

  1. c) El segundo comprador que inscribe adquiere de un verdadero due­ño.

     En coherencia con el valor asignado a la tradición como determinante de una primera transmisión, se llegará por algunos autores a la conclusión de que, al haber perdido el vendedor la propiedad, la atribución del domi­nio al segundo comprador, que inscribe, será una adquisición a non domino. En este sentido, LACRUZ BERDEJO (se entiende que, como consecuen­cia de la tradición, el vendedor ha transmitido el dominio, y que, cuando ya no es propietario vuelve a vender, el segundo comprador que inscribe adquiere a non domino), AMORÓS GUARDIOLA (que, al referirse a las ven­tas sucesivas de un inmueble hechas a distintos compradores por quien aparece como dueño, aunque deje de serlo como consecuencia de la primera venta), y RUBIO GARRIDO–.

     El que se admita la posibilidad de que la propiedad se adquiera me­diante tradición por un primer comprador y que, por aplicación del artí­culo 1.473.2, la adquiera luego un segundo comprador que con buena fe ins­criba su título en el Registro no puede, lógicamente, conducir a la con­clusión de que este segundo comprador adquiere a non domino. Para lle­gar a esta conclusión se utiliza la idea de tradición en el sentido de que su efecto típico “consiste en que la atribución del derecho al adquirente im­plica, correlativamente, la pérdida del mismo derecho en el transmiten­te. Sin este doble efecto correlativo, aunque medie entrega de la cosa, no hay propiamente hablando tradición. La entrega no significa tradición y, con­siguientemente, el efecto de la entrega no puede ser el de la adquisi­ción del derecho, sino simplemente de la posesión de la cosa” (GARCÍA-BER­NARDO LANDETA). Dice LALAGUNA que no se tiene en cuenta que, en la doble venta inmobiliaria, cuando el comprador entra en posesión de la fin­ca, pero no inscribe, no adquiere la propiedad, que según el Re­gis­tro si­gue correspondiendo al vendedor cuando procede a realizar la se­gun­da venta. Esta segunda venta es la que pone fin al conflicto, que es la fi­na­li­dad a que responde el artículo 1.473.2 del Código civil al decir que la pro­piedad pertenecerá al adquirente que antes la haya inscrito en el Registro. Advierte a este respecto GARCÍA GARCÍA: «Luego, si pertenece a ese ad­quirente, es que no se trata de venta de cosa ajena, pues sabido es que si se vende una cosa ajena, no hay transferencia de propiedad».

La confusión entre el supuesto de doble venta y el de venta de cosa aje­­na se produce generalmente en casos de doble venta inmobiliaria, cuan­­do se da por supuesto que el comprador, por el sólo hecho de haber adquirido la posesión (que se entiende como equivalente de la tradición), ha adquirido la propiedad, cuando lo cierto es que el vendedor, que sigue figurando como titular inscrito en el Registro, sigue siendo propietario erga omnes. Por ello, la propiedad se transmitirá no al comprador que de buena fe ha sido el primero en tomar la posesión sino al comprador que de buena fe ha sido el primero en realizar la inscripción registral. En este caso, cuando el segundo comprador inscribe, el vendedor no ha dejado de ser propietario, aunque la posesión la tenga el primer comprador. Es ob­vio que resultaría inexacto decir que la propiedad del comprador preferido es consecuencia de la venta de una cosa ajena”.

Cuando la jurisprudencia y un sector de la doctrina propone como pre­supuesto de aplicación del artículo 1.473 la premisa de que al celebrar la segunda venta no se haya consumado la primera, se entiende general-men­­te por venta consumada la que se produce mediante la tradición, a lo que se anuda como consecuencia que la posteriormente celebrada lo es de cosa ajena, que se deja fuera del ámbito del artículo 1.473.

     El planteamiento con el que se trata de mantener en su integridad el valor traslativo de la tradición en la doble venta sucesiva, hasta que se produce la decadencia del título del adquirente cuando entre en conflicto con la adquisición del comprador que primero inscribe, resta claridad a la explicación del problema de la doble venta, que se resuelve con los mis­mos criterios de preferencia, tanto en un ordenamiento que adopta como sistema general de transmisión del dominio la adquisición mediante tradi­ción, como en un ordenamiento en que la tradición no existe y la transmi­sión del dominio se produce en virtud del solo consentimiento contrac­tual. Que la atribución de la propiedad por preferencia adquisitiva en vir­tud del artículo 1.473 del Código civil y la adquisición “por consecuencia de ciertos contratos mediante la tradición”, conforme al artículo 609 del Código civil, son cuestiones diversas que se pueden apreciar en el hecho de que un idéntico régimen de doble venta pueda coexistir en el ámbito de sistemas de transmisión de la propiedad tan heterogéneos como el de nuestro Código civil y el Proyecto de 1851.

     Aparte de lo de expuesto por LALAGUNA, entiendo que esa idea de la primera venta consumada –en cuyo caso no sería aplicable el artículo 1.473– esta reñida con la letra y el espíritu del propio precepto, que se re­fiere a un conflicto entre “adquirentes”, al hablar del “adquirente que an­tes la inscriba en el Registro…”

  1. d) La inscripción registral:

     El intento de proyectar sobre la problemática de la doble venta las e-quema del proceso de transmisión mediante título y modo, válido para explicar la adquisición del dominio en una venta singular, llevaría a con­siderar la inscripción, a imagen de la tradición, como un simple modo de adquirir. No hay en la doble venta un modo de adquirir inferior –tra­dición– a otro prevalente –inscripción–, cuya función quedaría reducida a servir al comprador que inscribe a que su título de adquisición sea prefe­rido para obtener la propiedad.

Hace mas de medio siglo, decía NÚÑEZ LAGOS que, conforme al artículo 1.473, “la propiedad pertenecerá al adquirente” que antes haya inscrito en el Registro. Es un precepto atributivo de la propiedad. La ins­cripción en este caso es modo de adquirir el dominio –“por la ley”, artículo 609– in loco traditione.

Pero, según LALAGUNA, se empobrecería el valor de la inscripción si se tratase de explicar simplemente a semejanza de la tradición, cuya fun­ción, como modo de adquirir, se reduce hoy a convertir al comprador en propietario frente al vendedor. Más allá de esta relación entre causante y causahabiente de la transmisión, la inscripción tiene la virtualidad de con­vertir al comprador en propietario frente a todos. Lo que se traduce prácti­camente en que su derecho de dominio goce en el orden jurídico de un fuerte grado de publicidad que lo hace invulnerable frente a cualquier títu­lo no inscrito (artículo 32 de la Ley Hipotecaria). Aunque el dominio se adquiera en principio antes de acceder al Registro, por ser la inscripción declarativa, la posibilidad de una ulterior venta por el vendedor, que de­ter­minaría la inanidad de la primera venta, convierte la preferencia del ar­tículo 1.473.2 en un imperativo práctico para proceder a la inscripción, lo que importa especialmente cuando se trata de la venta inmobiliaria, que es el supuesto de litigiosidad sobre doble venta dominante en la práctica.                                                                                                                                                                                                                                                      

La prioridad de la inscripción que resuelve el conflicto del artículo 1.473 del Código civil responde al principio de inoponibilidad de lo no ins­crito frente a lo inscrito, que se acoge también en el artículo 32 de la Ley Hipotecaria. La consecuencia de la inoponibilidad es que la venta ins­crita, frente a la que no se inscribió, “es la única que tiene efectos reales plenos, erga omnes, mientras que… la no inscrita tiene que limitar su eficacia a la acción personal de reclamación contra el vendedor y a las acciones contra otros terceros que no inscribieron” (GARCÍA GARCÍA).

Sobre la cuestión de sí es necesario que la inscripción a que se refiere el artículo 1.473.2 del Código civil requiere, al igual que el artículo 34 de la Ley Hipotecaria, la previa inscripción de la titularidad del vendedor, o si, por el contrario, es suficiente con realizar cualquier inscripción, entien­de LALAGUNA que, aunque no conste inscrita la titularidad del transmi­tente, la previa inscripción, que no aparece mencionada en el artículo 32 de la Ley Hipotecaria, no es exigible al comprador que trata de proteger su adquisición frente a otro posible adquirente –no frente al causante de quien a él le transmite– valiéndose de la prioridad de la inscripción que le ofrece la ley.

     La exigencia de la previa inscripción (a favor del vendedor) está des-provista de justificación en el caso de la inscripción que decide el conflic­to de la doble venta, donde lo que importa es la prioridad de la inscrip­ción, no frente a un titular inscrito sino frente a un titular que no inscribió, pudiendo hacerlo. En el caso del artículo 1.473.2 del Código civil, no im­porta que se trate de primera o segunda inscripción, pues no se atiende a la clase de medio inmatriculador ni éste nada tiene que ver con la cuestión de la doble venta, sino que lo que interesa es la fuerza de la prioridad y de la publicidad registral del que primero acude al Registro de la Propiedad frente a la negligencia del que no accede al Registro o llega después. Aquí el efecto de la inoponibilidad es instantáneo porque no está en juego un problema de debilidad o no del título inmatriculador, que es para lo que se dictó la suspensión de efectos del artículo 207. Es indiferente que el com­prador que primero inscriba carezca de los requisitos del artículo 34 de la Ley Hipotecaria, porque no se trata de hacer prevalecer su inscripción frente a la del titular contra el que prevalece la adquisición del tercero del artículo 34 de la Ley Hipotecaria, ni frente a ningún otro titular inscrito, sino solamente contra el anterior comprador que no inscribió.

  1. e) La buena fe:

     Aunque la noción de la buena fe es muy sencilla, sin embargo sobre su concepto han corrido verdaderos ríos de tinta. Como se trata de una cues­tión ajena a lo que he intentado exponer, solamente me referiré al mo­mento en que debe existir la buena fe respecto al segundo adquirente que inscribe, cuestión esta que no es pacífica. GARCÍA GARCÍA entiende que la formación de la buena fe «coincide con la declaración de la voluntad negocial, sin tener nada que ver ni con el momento de la tradición ni con el de la inscripción». Y DÍEZ-PICAZO estima que «la buena fe hay que re­ferirla al momento de la celebración del negocio adquisitivo sin que tenga que perdurar hasta el momento de la inscripción». LALAGUNA entiende, sin entrar en el problema de sí la buena fe debe mantenerse en el mo­mento de inscribir cuando se trata de una adquisición a non domino, que, en el caso de la doble venta, exigir la buena fe en el momento de la ins­cripción significaría para el comprador que, después del contrato, co­noce la existencia de una primera venta, abandonar su suerte a la incierta dili­gencia del comprador que contrato antes que él.

     El Tribunal Supremo ha exigido la buena fe del segundo comprador en diversas sentencias, siendo tal vez la primera –que puede estar ya olvi­dada por la doctrina– la de 13 de mayo de 1908.

La conclusión, a que llega LALAGUNA en su trabajo, es que el régimen de la doble venta, como medio de solución de un conflicto sobre la atri­bución de la propiedad entre dos compradores que, con títulos igualmen­te válidos para adquirir la propiedad, no encuentran una solución para de­terminar quien adquiere el dominio en la doctrina del título y el modo, acogida en el artículo 609 del Código civil, se ha de considerar como una co­rrección, no simplemente como una desviación a esta doctrina. Única-men­te es aplicable la norma general de adquisición cuando el conflicto de doble venta se resuelve por el criterio de antigüedad del título.

     El trabajo de LALAGUNA es de lo mejor que se ha escrito sobre la do­ble venta y, por consiguiente, estoy conforme con casi todo lo que dice, salvo en lo que se refiere a la finalidad del artículo 1.473 del Código civil, que, según dice, es, precisamente, “evitar la relatividad de dos titularida­des incompatibles sobre unos mismos bienes”. Como considero que a los autores del artículo 1.473 no les debía de importar nada el resolver la cues­tión de la relatividad, es por lo que creo:

     –Que la finalidad del artículo 1.473 es resolver el conflicto entre dos adquirentes, sin más.

     –Que el legislador, sí tuvo en su mente la idea de la relatividad, no in-tentó hacerla desaparecer, sino que, en cualquier caso, lo que hizo fue co­rroborarla. Hay que tener en cuenta que la doble venta ya fue regulada, co­mo LALAGUNA sabe de sobra, en el proyecto de 1851 y que en la Ex­posición de Motivos de la Ley Hipotecaria de 1861 es donde aparece esa idea de la relatividad de la propiedad. Pues bien, el artículo 1.473 del Có­digo civil no dio a la cuestión una solución distinta de la que resultaría de aquella Exposición de Motivos.

     –Que, por no querer admitir la idea de la relatividad, hay un punto débil en su magnifica argumentación, ya que, en cualquier caso, la prime­ra venta es una venta singular, sin que esto afecte, en modo alguno, a la exposición que hace LALAGUNA, salvo en lo que se refiere a la relativi­dad.

Lo que me intriga un tanto es la renuencia, sobre todo por parte de los civilistas, a considerar que la propiedad tenga algunos aspectos de relati­vidad, ya que si ésta fue considerada como un derecho absoluto, exclusivo y per­petuo, hoy se dice que es un derecho ge­neral, abstracto y elástico.

  1. La eficacia erga omnes de la inscripción frente a los efectos li­mi­tados de la escritura.

Hace bastante tiempo, decía DÍAZ MORENO –Contestaciones a la parte de legislación hipo­tecaria, 1903, página 366–:

«Donde el Registro sea algo su­­perior, donde, como en el sistema ger­má­­nico, la inscripción sea más que el título, porque lo sea todo, o donde si­­quiera sea algo, como en nues­­­­tro ré­­­­­­­gimen, el Registrador, bien funcio­nario, bien tribunal, debe estar fa­cul­­­­­­­­­­tado para calificar íntegramente el tí­tu­lo, menos cuando éste fuere una ejecutoria…»

También dijo el citado autor: Es necesario ase­­gu­rar el dominio y dere­chos reales por la inscripción para salvar los intereses de los terceros, es decir, todo el interés social. Para evitar los da­ños que se producen en el caso contrario, se creó el Registro como medio de realizar una concepción cien­­­tífica y artística, hecha eficaz casi ínte­gra­mente con el artículo 23. Por tanto ya no es dueño del inmueble el que an­tes lo adquiere o el que pri­mero entra en po­sesión de él, sino quien ins­cri­be su título.

Mucho mas reciente es la opinión de DÍEZ-PICAZO:

Dice DÍEZPICAZO que “si la estática de los derechos subjetivos im­po­ne que ningún titular pueda ser privado de ellos sin su consen­ti­miento, la dinámica de esos mismos derechos subjetivos exige que el ad­quirente de un derecho no pueda ser privado de su adquisición en virtud de una causa que no conoció o no pudo conocer al tiempo de la adqui­sición”.

     Con esta frase –según MONTÉS PENADÉS– se sintetiza magistralmente el conjunto de problemas que se contienen en punto a la necesidad de una cierta cualidad de los derechos reales, que consiste en lo que denomi­namos publicidad.

     La protección que se confiere al titular de un derecho real debe con­cordarse, en el tráfico jurídico, con la que es preciso suponer a favor de las personas que, al confiar en la apariencia o en la constatación en el Re­gistro (instrumento especialmente creado para hacer notoria la existen­cia y vigencia de un derecho), han verificado un negocio de adqui­sición razo­na­blemente seguro, pues han adquirido de quien parece (por­que tal es la si­tuación de hecho conocida) o se presenta (porque así se lee en el Re­gis­tro) como titular del derecho objeto de transmisión.

     Este adquirente que ha confiado en lo que la vida presenta como ra­zo­na­blemente seguro, puede encontrarse en colisión con el verdadero titular del derecho, cuando la apariencia o la inscripción no refleja la verdad.

Como quiera que el verdadero titular ha sido lesionado en un interés le­gítimo, o en su derecho subjetivo, y dispone de acciones y remedios do­tados de especial eficacia frente a cualquiera que aparezca perturbando o impidiendo el ejercicio de su derecho, nos encontramos con un adquirente que ha confiado en la apariencia de modo razonable e irreprochable frente al verdadero titular. En ese conflicto, el Derecho preferirá, bajo ciertas con­diciones, al adquirente, y hará ineficaces frente a él las accio­nes del verdadero titular. Y para evitar el conflicto, el ordenamiento exigi­rá que el derecho real sea dotado de especiales medios de conocimiento a los efec­tos de que, en la medida de lo posible, pueda cualquiera saber quien es de verdad el titular de un derecho sobre una determinada cosa o, si se quiere decir de otro modo, qué interés es operativo sobre la cosa y qué per­­sona lo ostenta y detenta.

Esta materia está ordenada históricamente en nuestro sistema a través de dos medios básicos, que aun cuando operan en uno y otro sector, se re­fieren fundamentalmente a los bienes muebles –posesión– y a los bienes inmuebles –Registro de la Propiedad–.

 “Un negocio constitutivo de un derecho real, al que no se le haya do­tado de la necesaria publicidad, y en particular de la inscripción en el Re­gistro, en relación con los terceros de buena fe no alcanza plena efec­tivi­dad y, por consiguiente, en alguna medida no llega a ser un auténtico derecho real”.

PAU PEDRÓN nos dice –Efectos de la inscripción en la constitución de los derechos reales–:

Aunque a la inscripción se le aplicaron diversos adjetivos, parece que la expresión “inscripción declarativa” está bastante arraigada en nuestra terminología jurídica y se sigue utilizando hoy en día, incluso por hipo­te­caristas tan conspicuos como PAU PEDRÓN, si bien este autor inmedia­tamente dice que “declarativa” no quiere decir sólo –como muchas veces se afirma– que la publicidad registral se limita a dar a conocer a la co­munidad, o a la generalidad de las personas, un derecho real ya cons­ti­tuido por el sistema tradicional del título seguido de la tradición, sino que determina también la existencia del derecho real respecto de terceros –Efectos de la inscripción en la constitución de los derechos reales–, con lo cual su posición se aproxima bas­tan­te a la de GARCÍA GARCÍA, que luego veremos.

Así como la inscripción constitutiva determina la constitución de los derechos, la inscripción declarativa determina su oponibilidad. Los dere­chos inscritos son oponibles a los terceros: «Los derechos reales limi­ta­tivos, los de garantía y, en general, cualquier carga o limitación del do­mi­nio o de los derechos reales, para que surtan efectos contra terceros, de­berán constar en la inscripción de la finca o derecho sobre que re­cai­gan» (artículo 13 de la Ley hipotecaria). La regla o principio de opo­nibilidad es el efecto más general de los Registros de seguridad jurídica y, entre ellos, del Registro de la Propiedad.

La oponibilidad no es simétrica a la inoponibilidad; no lo es objetiva ni subjetivamente.

     – Su ámbito no es el mismo. Así como todo lo que figura en el Re­gis­tro, inscrito, anotado o reflejado por nota marginal (cuando ésta es de mo­di­ficación jurídica o sucedánea de una inscripción o anotación), es oponi­ble al tercero, no todo lo que no figura en el Registro es inoponible: por ejemplo, un dominio no inscrito es oponible al embargante.

     – Así como lo inscrito es oponible a todo tercero, lo no inscrito es ino­ponible únicamente al tercero hipotecario. Como en los casos de inscrip­ción declarativa, las situaciones jurídicas existen al margen del Registro (no es el Registro el que determina su existencia), cuando se trate de ter­ceros no protegidos por el Registro (los que no inscriben, los que conocen las situaciones no inscritas y, en algunos casos, los que adquieren a título gratuito), esas situaciones les afectan también a pesar del silencio del Re­gistro sobre ellas. Por tanto, a través de la inscripción registral se produce la oponibilidad absoluta, la oponibilidad frente a todos. Pero, no exis­tien­do inscripción, puede existir también alguna oponibilidad extrarregis­tral.

«La eficacia y la publicidad de los derechos reales inmobiliarios deben coincidir con absoluta exactitud. Si la eficacia de los derechos reales se produce frente a todos, es un corolario de estricta lógica que todos deban conocer –o, al menos, puedan conocer– la existencia de los derechos rea­les. Derechos reales “ocultos”, derechos reales “clandestinos” son figu­ras tan contradictorias, que no debe admitirse su existencia.

    Sin embargo, en este momento de nuestra evolución jurídica, y por una degeneración de ideas originariamente acertadas, los derechos reales ocul­tos existen: un acreedor que obtiene una anotación de embargo puede per­der su garantía por una propiedad que ignora; un prestamista que ha rea­lizado un préstamo personal basado en el patrimonio que publica el Re­gis­tro puede haber incurrido en el error más absoluto, porque el pres­ta­ta­rio puede carecer totalmente de bienes, que pertenecen desde hace tiem­­po a otro propietario; si las fincas no están inmatriculadas, la eficacia de los derechos “ocultos” es aun mayor: cualquier adquirente –que, desde lue­go, no va a tener tiempo ni medios de hacer la averiguación perti­nen­te– está so­metido al riesgo de que alguien invoque una propiedad o un gravamen anterior».

También, al comentar la Exposición de Motivos de la Ley Hipotecaria de 1861, PAU PEDRÓN dice –Comentarios al Código civil, Tomo VII, Vo­lumen 3º, página 208–:

Con la inscripción, el adquirente de buena fe culmina el proceso que hace inatacable su adquisición. La inscripción refuerza, además, el dere­cho adquirido, dotándole de unos efectos sustantivos, procesales y opera­ti­vos de los que ese derecho, antes de ser inscrito, carecía.

     Y un poco mas adelante:

     “El legislador español, que con loable prudencia no se ha decidido aún a hacer constitutiva la inscripción de los derechos reales, deja en manos de cada adquirente una elección –voluntariedad de la inscripción–: que su derecho sea un verdadero derecho real –oponible frente a todos– o no sea un verdadero derecho real –inoponible a los terceros de buena fe–”.

Y ahora vamos a examinar, aunque muy brevemente, la exposición de GARCÍA GARCÍA, que GARCÍA VILA considera brillante, y yo la consi­de­ro, además, cer­­te­ra, siendo posible, aunque difícil, que el lector no la co­nozca:

Descartando la tesis de la inscripción meramente declarativa por cons­tituir un concepto negativo, vacío de contenido y sin efecto alguno, y re­legando los conceptos de “inscripción convalidante” y de “inscripción le­giti­madora” a los ámbitos no menos importantes, pero distintos del prin­cipio de inscripción que ahora se estudia, pues la inscripción convalidante se refiere al principio de fe pública registral, y la inscripción legitimadora al principio de legitimación, llega a la conclusión de que si el valor de la inscripción en nuestro sistema no es la nada, sino que, por el contrario, re­presenta algo en la conformación o configuración plena del derecho real como tal, ese “algo” es precisamente el ser una inscripción que configura o conforma plenamente el derecho real como tal, con su nota de abso­lu­tividad o “eficacia erga omnes total”.

Esta inscripción configuradora no determina el nacimiento del derecho real, sino que lo modaliza como derecho real pleno en sus efectos erga om­nes de tal forma que sólo el titular que ha inscrito tiene una acción real sin límites, y, en cambio, el titular que no ha inscrito tiene una acción real que aparece limitada frente al titular que se anticipó en la inscripción.

     Para demostrar su posición alega varios argumentos, de los cuales con­sidero más importantes los siguientes:

  1. Argumento histórico:

     El concepto de tercero nace en la legislación como una solución o vía intermedia entre el sistema de inscripción constitutiva del Derecho germánico y el sistema francés de adquisición del derecho real por el simple consentimiento. En la redacción del Anteproyecto de 1848 discutieron sobre este punto GARCÍA GOYENA, BRAVO MURILLO y CLAUDIO ANTÓN DE LUZURIAGA. En la discusión entre GARCÍA GOYENA, que defendía el sistema francés de transmisión del derecho real por el simple consenti­miento, y CLAUDIO ANTÓN DE LUZURIAGA, inspirado en posiciones ger­mánicas, terció BRAVO MURILLO, señalando que para los efectos inter partes debe bastar el título más la tradición, pero para los efectos res­pec­to a tercero, se precisaba el requisito de la inscripción. Por tanto, cuando propiamente nació el concepto de tercero se tuvo en cuenta la inscripción como elemento determinante de la eficacia erga omnes del de­recho real.

En consecuencia, tenemos aquí la explicación de las palabras de la Ex posición de motivos de la Ley Hipotecaria de 1861, cuando dijo:

     «Según el sistema de la Comisión, resultará de hecho que para los efectos de la seguridad de un tercero…»

  1. Argumento basado en los textos legales:

     En primer lugar el artículo 32 de la Ley Hipotecaria:

     “Los títulos de dominio o de otros derechos reales, que no estén debi­damente inscritos o anotados en el Registro de la propiedad, no perjudi­can a tercero”.

     Este precepto guarda un paralelismo con el artículo 30 de la ley fran­cesa de 1855, conforme al cual el acto no transcrito es inexistente para el que no fue parte en él. ROCA dijo que era el mismo efecto establecido en el art. 32 de nuestra vigente Ley Hipotecaria.

Otros preceptos son los artículos 606 del Código civil –que coincide con el artículo 32 de la Ley Hipotecaria– y el artículo 1.473, así como, entre otros, el artículo 34 de la Ley Hipotecaria.

El artículo 1.473 del Código civil es un precepto atributivo de pro­pie­dad, ya que dice “la propiedad pertenecerá” al adquirente que antes la ins­criba. Y GARCÍA GARCÍA hace aquí una aclaración muy oportuna: la pa­labra “adquirente” no puede neutralizar a la palabra “pertenecerá”. Esta úl­tima significa una preferencia en la propiedad, y ésta la da la ins­crip­ción. En cambio “adquirente” es un participio presente, el que adquiere, no el que ha adquirido antes de la inscripción. Es un adquirente en ca­mi­no, al que pertenece la propiedad por medio de la inscripción.

[Por mi parte, además de considerar tal inscripción como constitutiva, creo que, del párrafo 3º del artículo 1.473, resulta que la inscripción pre­va­lece sobre la posesión que pueda tener el primer adquirente.]

Dice muy bien GARCÍA GARCÍA que, en el supuesto del artículo 34 de la Ley Hipotecaria, la inscripción no puede relegarse a un mero requisito de publicidad de una adquisición ya operada con anterioridad, sino que es un requisito determinante de la propia adquisición.

[En efecto, como ya sostuve en otra ocasión –Notas sobre la inscrip­ción virtualmente constitutiva– sin inscripción no hay adquisición, puesto que antes de la inscripción solamente existía un negocio jurídico de ad­qui­­sición, sin que ésta se hubiese producido.]

  1. Argumento basado en la doctrina dualista del tercero:

     Resulta evidente que la doctrina dualista, al extender el ámbito de la protección del Registro, favorece la consideración de la inscripción como configuradora del derecho real.

     Aunque no sea necesario exponer esta doctrina, porque la doctrina es conveniente destacar la importancia que la misma ha tenido desde la pri­mera Ley Hipotecaria.

     Los legisladores de 1861 y la doctrina dieron la máxima importancia al artículo 23 de la Ley –substancialmente coincidente con el artículo 606 del Código civil y con el actual artículo 32 de la Ley hipotecaria–, con­si­derándolo como la base fundamental de todo el sistema. Gómez de la Ser­na nos cuenta que el Ministro de Gracia y Justicia, al defender el pro­yecto de Ley hipotecaria en el Congreso de los Diputados, dijo que, si se con­densaba la Ley, este artículo era él solo toda la ley, por lo cual se po­día decir, sin exageración, que la Ley no era más que el artículo 23. Por tan­to, la Ley no tenía más que un sólo artículo.

“Los legisladores de 1861 quisieron evitar la clandestinidad inmo­bi­lia­ria por razones de interés público, porque se producían inseguridades para los ciudadanos, porque había absoluta falta de certeza en las trans­mi­sio­nes, porque no existía el crédito territorial, porque quedaban perjudicados los acreedores, porque había fraudes y estafas, porque había negli­gencias y descuidos en registrar la propiedad por parte de quien disponía de títu­los. Por todo ello, el legislador quiere atribuir eficacia plena a la inscrip­ción, es decir, a la publicidad registral como medida para evitar la clan­des­tinidad”.

“El derecho real tiene las notas de inmediatividad y absolutividad. Esta última se refiere a la eficacia erga omnes del derecho real, respecto a ter­ce­ros. Ahora bien, mal puede plantearse la eficacia erga omnes, es decir, la absolutividad, si no existe la «cognoscibilidad», es decir, la posibilidad de conocer los derechos y situaciones jurídicas reales a través de un me­dio técnico, seguro y preciso de publicidad como es el Registro de la Pro­pie­dad. La inscripción dota así de publicidad, cognoscibilidad, eficacia er­ga omnes y, por tanto, de plena absolutividad al derecho real…”

Hoy podemos afirmar que la tesis dualista ha triunfado en la Sentencia del Tribunal Supremo, de fecha 7 de sep­­­­­­tiembre de 2007, en la cual –en el Ante­ce­dente de hecho oc­ta­vo– se dice:

Llegado el día 12 de junio, se dictó providencia con el si­guiente con­te­nido: “Advertida la posibilidad de que la sentencia re­so­lutoria de este re­curso de casación deba formar doctrina sobre alguna de las cues­­tiones planteadas en sus motivos, oído al respecto el Magistrado Po­nen­te, se suspende la votación y fallo del recurso para el día de hoy y se acuerda que la sentencia se dicte por el pleno de los magistrados de la Sala, a cuyos efectos se señala la votación y fallo para el 18 de julio pró­xi­mo”.

Y en el Considerando Segundo:

«7ª De lo antedicho se desprende que no hay ya una verdadera razón de peso para excluir del ámbito de aplicación del artículo 1.473 del C. c. las dos o más ven­tas de un mismo inmueble separadas por un conside­ra­ble período de tiempo; dicho de otra forma procede fijar la doctrina de esta Sala en el sentido de que la aplicación del artículo 1.473 del Código Civil no exige ne­cesariamente el re­quisito de “una cierta coetaneidad cro­no­ló­gi­ca” entre las dos o más ventas en con­flicto. De un lado, porque el propio precepto ya prevé que el primer compra­dor haya tomado posesión de la cosa antes que el se­gundo, consumándose por tanto la primera venta, desde la perspectiva de las obligaciones del vendedor, me­diante la tradi­ción material (artículo 1.462 del C. c., párrafo primero), y sin embargo la pro­piedad acabe per­te­ne­ciendo a quien compró luego la misma cosa me­diante un contrato in­trín­se­camente vá­li­do, plasmado en escritura pública (tra­dición instrumental, art. 1462 del C. c, párrafo 2º), e inscribió su ad­qui­sición en el Registro. De otro, porque así se logra la concordancia del artículo 1.473 del C.c. tanto con los artículos 606 y 608 del propio Código como con la Ley Hipo­te­caria: con su art. 34, si la finca estaba inscrita a nombre del doble ven­dedor y el pri­mer comprador no ha ins­crito su adquisición; y con su ar­ti­culo 32, si la finca no estaba ins­crita, el primer comprador no inscribe su ad­quisición, el segundo sí lo hace y, finalmente, acaba transcurriendo el pla­zo es­ta­blecido en el artículo 207 de la Ley Hipotecaria, según se desprende de la sentencia de esta Sala de 6 diciembre 1962 ante­rior­mente citada

Y según las palabras del ponente de la Sentencia, Excelentísimo Sr. D. FRAN­­CISCO MARÍN CAS­TÁN:

«No es menos evidente que para sentar jurisprudencia tuvieron una im­por­tancia esencial las muy numerosas aportaciones de la doctrina cien­tí­fi­ca, civilista e hipotecarista, con una especial atención a las tesis “mo­nis­tas” y “dualistas” que, contra todo lo que se diga, han venido enri­que­cien­­do el panorama inves­tigador hasta un grado probablemente inal­canzable de no haber mediado la pasión que a veces ha presidido la polé­mi­ca entre los autores partidarios de una u otra tesis. Es justo, pues, que en estas lí­neas se rinda tributo a todos ellos pi­diendo disculpas por omitir una lista de nombre ilustres que desbordaría los mo­destos límites de este trabajo…»

  1. Argumento de autoridad:

GARCÍA GARCÍA se refiere a varios autores, que aunque no citemos a todos, tal vez podamos añadir alguno más:

–CÁRDENAS –que fue un historiador, pero también uno de los autores de la Ley hipotecaria–, al comentar el proceso formativo de la misma, alu­de en repetidas ocasiones a la importancia que tuvieron en los trabajos pre­paratorios las ideas de la publicidad en general y de la publicidad ab­so­luta: “El Proyecto presentado al Gobierno en 1852 por el que escribe esta Memoria (es decir, el mismo CÁRDENAS) se fundaba sobre las bases de la publicidad absoluta y la especialidad rigurosa de todos los dere­chos rea­les, mediante su inscripción detallada en el Registro de la Pro­piedad, sien­do esta condición tan esencial de su existencia, como que sin ella no habían de surtir efecto en perjuicio de tercero. Estas mismas bases desea­ba el Gobierno en el proyecto de Ley cuya redacción encomendó a la Co­misión en 1855, y así en una real orden de 10 de agosto del mismo año, ma­nifestó el deseo de que la nueva ley partiera del principio de la publi­cidad… Se reducían estas bases a aquellas prescripciones generales que constituyen esencialmente el sistema hipotecario de publicidad y es­pe­cia­lidad absolutas, a fin de que las Cortes pudieran optar entre él y otros sis­temas de constitución de los derechos reales de publicidad y es­pecialidad mas o menos limitada”.

–BIENVENIDO OLIVER, en el único tomo publicado de su obra, “Dere­cho Inmobiliario español”, 1892, dice:

“Estos principios o reglas generales, en verdad sustantivos, cons­titu­yen la doctrina fundamental de la publicidad de los mencionados actos y con­tratos, mediante la inscripción de los mismos en los Libros o Registro man­dados llevar a este efecto…

Expondré la doctrina de la Ley Hipotecaria… sobre la inscripción con­si­derada como único modo absoluto de adquirir, conservar, transmitir, gra­var y perder los derechos sobre cosas inmuebles”.

[Ha observado, con toda la razón, PAU PEDRÓN que el término “ab­so­luto” es equívoco, y que, en esa época, se empleaba para designar el efec­to que hoy lla­mamos “constitutivo”.]

     –DON JERÓNIMO GONZÁLEZ Y MARTÍNEZ, que fue el autor más im­por­­tante de su época, e incluso de épocas posteriores, se refirió, en di­ver­sas ocasiones, a la publicidad. Al estudiar el “Desarrollo histórico del prin­cipio de publicidad en la transferencia y gravamen de los inmuebles”, ya señalaba que la palabra publicidad posee en el Derecho privado acep­ciones variadas, aunque todas ellas responden a un concepto fun­damental que consiste en llevar a conocimiento de los interesados actos o hechos ju­rídicos, reconocidos y apoyados por la Ley con sanciones mas o menos enérgicas. Unas veces equivale al mero anuncio que asegura las re­la­cio­nes jurídicas y protege a las personas ausentes; otras veces, a noti­fica­ciones oficiales hechas a los terceros con la finalidad de amparar la buena fe, favorecer la circulación de la riqueza y asegurar el tráfico y en otras, en fin, se eleva a la categoría de forma esencial del acto jurídico.

Dentro de su teoría de los principios hipotecarios, y al preguntarse cuales eran los principios fundamentales del régimen inmobiliario, consi­de­raba como indiscutibles los de publicidad y especialidad. Del principio de publicidad, empieza afirmando que es el eje de nuestro sistema hipo­te­cario y que puede ser examinado desde dos puntos de vista: como legi­ti­mación registral y como emanación de la fe pública. Como principio le­gi­timador, derivado directamente de la gewere o investidura germánica, re­emplaza a la misma propiedad con su forma jurídica, y le protege, en sus apariencias, mediante una presunción iuris tantum suficiente para la vida práctica. La técnica moderna concede a la inscripción, respecto de los in­muebles, las mismas funciones legitimadoras que a la posesión co­rres­pon­den en orden a los muebles. Partiendo de la presunción legal de que goza el derecho inscrito, afirma que todos los títulos mejoran de con­di­ción al pasar por el Registro y el certificado de un asiento añade a la fuer­za pro­bante de los documentos inscritos, la presunción legitimadora del dere­cho, a la que el juzgador debe atender en primer término.

Pero, a su juicio, la presunción legitimadora sería insuficiente para ga­rantizar por sí sola el comercio de inmuebles y el crédito hipotecario. Nues­tro sistema da un paso trascendental en este camino. Transforma la ve­racidad de los asientos en una verdad casi incontrovertible cuando se trata de asegurar a los terceros que contratan confiados en sus decla­ra­ciones.

–MORELL Y TERRY nos dice –Comentarios a la legislación hipo­te­ca­ria, 1925–:

«El Registro de la Propiedad es, en efecto, el único medio verdade­ramente eficaz que acredita la preexistencia del derecho, y lo hace real­men­­te público. De ahí su necesidad e importancia.»

RAMÓN DE LA RICA Y ARENAL:

En su conferencia pronunciada en 1950 sobre “Dualidad legislativa de nuestro régimen inmobiliario” sostuvo que la inscripción es un modo de adquirir que suple a la tradición e incluso la ignora.

     Según este autor, si no tuviéramos más texto que el Código civil, la so-lución se impondría en favor de la tradición, pues la clave estaría en el artículo 609. Pero la distinción entre propiedad inscrita y no inscrita, hace que para cada una juegue un principio distinto:

     –Si está inscrita, el artículo 609 es insuficiente, pues el derecho real no inscrito carece de eficacia erga omnes.

     –Si no está inscrita, rige plenamente el art. 609 del Código civil.

     Por ello, si hay título, tradición e inscripción, el ciclo es completo. Si hay título e inscripción, el ciclo es incompleto, pero el derecho real queda plenamente constituido. La inscripción en tal caso –concluye el autor– no suple a la tradición, sino que la ignora.

Posteriormente, en 1962, en su discurso académico “Realidades y pro­blemas en nuestro Derecho registral inmobiliario”, tiene mas presente la exi­gencia general de la tradición, que establece el artículo 609 del Código civil. La inscripción tiene que añadirse al título y al modo para que se pro­duzca la plena eficacia del derecho real, es decir, para lograr la consti­tución “eficiente” de los derechos reales: “Para constituir un derecho real cualquiera, incluso el dominio (sobre bienes inscritos) hay que recorrer un ciclo de tres elementos: título, tradición e inscripción”.

MANUEL VILLARES PICÓ:

La inscripción es un modo de adquirir distinto y superior a la tradición. La inscripción como modo de adquirir es prevalente, pero no es un modo único, ya que admite la existencia de otros modos, como la tradición real y la instrumental: artículo 1.462 del Código civil.

La Ley Hipotecaria había modificado profundamente la legislación ci-vil en el modo de adquirir los bienes inmuebles, pues la inscripción vino a reemplazar a la tradición, lo cual resulta de la Exposición de motivos de la misma y de los artículos 17 (análogo al actual), 23 (equivalente al actual 32), 25 («Los títulos inscritos no surtirán su efecto contra tercero, sino desde la fecha de la inscripción»), y 26 (equivalente al actual 25), inspirados mas que en el principio de la fe pública registral, en el prin­cipio de oponibilidad o prior tempore potior iure, para oponer el título inscrito al que no lo esté.

     La inscripción es constitutiva respecto a tercero. El derecho real sobre inmuebles nace, en cuanto a tercero, con la inscripción y no con la tradi­ción, de suerte que, respecto de terceros, hay que prescindir de la tradi­ción, la cual es un arcaico modo de adquirir. Habiendo inscripción no hace falta la tradición romana. Por tanto la inscripción suple a la tradición en la adquisición de inmuebles.

Ramos Folqués:

      Afirma que la tradición es un modo de adquirir inter partes y la ins­cripción lo es erga omnes. Se basa fundamentalmente en el artículo 609 del Código civil, interpretado según el precedente del Proyecto de Código civil de 1882 y en la Ley de Bases de 1888.

     En esta Ley de bases, la 10 recomienda el mantenimiento del concepto de propiedad y el respeto de las leyes particulares de propiedades especia-les, para deducir de ellas lo que pueda estimarse como fundamento orgá­nico de derechos civiles y sustantivos, a fin de incorporarlos al Código civil; la 12 sienta que la regulación de derechos y propiedades especiales se haga conforme al Derecho de Castilla, pero con las modificaciones de­rivadas de la legislación hipotecaria; la 26, relativa a las formas, requisi­tos y condiciones de los contratos, manda que se incorporen al Código civil «las doctrinas propias de la Ley Hipotecaria, debidamente aclaradas, en lo que ha sido materia de dudas por los Tribunales de Justicia, y de inseguridad para el crédito territorial.

El Proyecto de Código de 1882 contenía un artículo, cuya redacción era análoga a la del 609 actual, pero con la diferencia de que no nombraba la Ley ni la tradición. ¿Por qué el Código incluyó estos dos modos de ad­quirir? No sería acaso porque se estimó que la tradición no debía ser bo­rrada de la enumeración de modos, ya que seguía teniendo su función entre partes, y que la ley debía ser incluida, ya que toda ley especial –en este caso la hipotecaria– viene a ser como una excepción a la ley gene­ral? Una contestación afirmativa parece contener el artículo 606 del Código, al decir que los títulos de dominio o de otros derechos reales sobre inmue­bles, que no estén inscritos o anotados en el Registro de la Propiedad, no son eficaces en cuanto a terceros. Por tanto, las transferencias conforme a la ley general, el Derecho civil, se hallan condicionadas por el cumpli­mien­to de la Ley Hipotecaria. Esto se corrobora por las repetidas remi­siones y sumisiones, que unas veces con carácter general, y otras con carácter singular, hace el mismo Código a la Ley Hipotecaria.

En contra, y ya bastante recientemente HUERTA TROLEZ se refirió a es­te tema:

En su obra Instituciones de Derecho privado, Tomo II, volu­men 1º, pá­gina 163, dice que aún considerando que la posición de GARCÍA GARCÍA es menos radical que la de LA RICA, en­tiende que la inscripción no cons­tituye un elemento interno o estructural del derecho real, sino un meca­nis­mo externo y añadido que lo protege a través de la publicidad y sus poten­tes efectos. Esto es lo mismo que decir que la inscripción protege al dere­cho real con sus potentes efectos, lo cual significa –si eficacia viene de efecto, o a la inversa– que la inscripción dota al derecho real de más efi­cacia, o de una eficacia que antes no tenía, que es la posición de GARCÍA GARCÍA. Luego cita a BER­COVITZ, que considera la inscripción como un “mero” instrumento de se­guridad, lo cual apenas si merece comentario al­guno, porque, realmente, un mero ins­trumento de seguridad, y valga la re­dundancia, es el seguro de la propie­dad o de su adquisición –tal y como existe en algunos Estados de Nor­teamérica–, aunque sea más caro, supon­ga un sistema de máximo pe­ligro para la función notarial –como observó NÚÑEZ LAGOS– y no ga­rantice más que el percibo de una cantidad en caso de “siniestro jurídico”. Cita, finalmente, a SANZ y a LACRUZ, quien, al criticar a LA RICA, entiende que es cons­titutiva la inscripción del segundo adquirente que primero lleva al Re­gistro su título. Creo que lo que dice el propio HUERTA TRO­LEZ, en el fondo está bien –pues, aunque no se de cuenta, representa un acerca­miento a la posición de GARCÍA GAR­CÍA–, y mejor estaría si hubie­se prescindido de las citas. Pero como los humanos tenemos algo de inco­rregibles, al exponer muy brevemente la tesis de este último autor, nos dice “que a esta cuestión ya se había re­ferido con anterioridad”. Y en efecto:

En la página 55, había citado ya a BERCOVITZ ÁLVAREZ, quien señala como siendo el comprador ya propietario, por haber mediado tradición, re­sulta difícilmente comprensible que todavía pudiera efectuarse otra ad­quisición sobre el mismo objeto y por el mismo sujeto, pero de distinta naturaleza. No puede hablarse de una propiedad inter partes y otra erga omnes como conceptos distintos. A esta dualidad la califica de “monstruo jurídico que destrozaría de un plumazo la distinción entre derechos reales y obligaciones”.

Dejando aparte esta última exageración, creo que, al menos teóri­ca­mente, nada se opondría a que hubiese dos adquisiciones, como sucede en la cesión del crédito hipotecario. Aunque la hipoteca sólo puede trans­mi­tirse con el crédito, del que es accesoria, sin embargo, con el otorga­mien­to de la escritura, el cesionario solamente ad­quiere el crédito, pues para la adquisición de la hipoteca es necesaria (constitutiva) la inscripción de la escritura. Por tanto, hay una separación temporal de las respectivas trans­misiones, ya que éstas pueden no ser, y no lo son normalmente, simul­táneas.

Respecto a los monstruos jurídicos, creo que se ha hablado y se sigue hablando, con bastante ligereza, de los mismos. Así se ha considerado co­mo tal la propiedad dividida –plura dominia–. La sentencia de 7 de abril de 1981  –que luego veremos–, consideró que se producía un monstruum iuris cuando se ejercitaban acciones con­tradictorias del dominio o dere­cho real inscrito y no se pedía la cance­la­ción del asiento correspondiente –artículo 38 de la Ley hipotecaria, párrafo 2º–, si bien casi todo ha quedado en agua de borrajas, pues el Tribunal Supremo ha atenuado mu­cho la exigencia de dicho precepto. Actualmente puede ocurrir lo mismo cuando se habla de la relatividad de la propiedad.

     Por lo demás, también creo que los autores franceses y algunos ita­lianos no opinan lo mismo que BERCOVITZ, al igual que sucede con va­rios autores españoles. Pero lo fundamental es que no se trata aquí de una primera adquisición y otra posterior, como pretende el autor citado, sino de la misma adquisición que, con la inscripción, es más eficaz.

Cita también HUERTA TROLEZ a JORDANO FRAGA, que no se mani­fiesta partidario de sustituir el término inscripción declarativa por el de inscripción conformadora, por entender que con ello se introduce un ele­mento de confusión en donde nunca la ha habido, ya que la doctrina ge­neral y la jurisprudencia aceptan sin dificultad el término y el concepto de la inscripción declarativa. Creo que la última parte es cierta, pues la ex­presión “inscripción declarativa” es la tradicional, y aunque ello no tenga mucha importancia, es la que se utiliza en la Exposición de Motivos de la Ley de Reforma de 1944. Sin embargo, que la expresión “inscrip­ción con­figuradora” suponga introducir confusión ya me parece mas dis­cutible, porque tal confusión se da, con mayores motivos, cuando al tér­mino “de­cla­rativa” se le añaden los sambenitos de “meramente” o “sim­plemente”, puesto que, en realidad, podía hablarse, por lo menos, de ins­crip­ción declarativa “erga omnes”.

Luego se refiere HUERTA TROLEZ a la posición de GARCÍA GARCÍA, quien, como se dijo, defiende la sustitución de la expresión inscripción declarativa por la de la inscripción conformadora o configuradora. Con ello quiere aludir a que los derechos reales inscritos gozan de plena efi­cacia erga omnes a diferencia de los no inscritos. Y si se afirma que la efi­cacia frente a todos derivada de la publicidad es un elemento estruc­tu­ral del derecho real, se llega a la conclusión de que la inscripción no es un añadido externo a una situación jurídica preexistente, sino un requisito interno del proceso constitutivo del derecho real, de tal manera que con­tribuye a su configuración o constitución como tal.

La doctrina mayoritaria –dice HUERTA TROLEZ– rechaza, sin embar­go, este carácter configurador de la publicidad registral. Adolece, como indica MARTÍNEZ SANCHIZ, de un presupuesto erróneo, que es la inser­ción, incluso la hipertrofia de la nota de absolutividad en el concepto del derecho real. En este sentido rechaza la posibilidad lógica de reconocer la existencia de un derecho real entre partes, pero no respecto de tercero. “Cosa distinta es que a través de la inscripción la eficacia erga omnes alcanza una intensidad y una relevancia de mucho mas alcance y que, por descontado, la absolutividad sólo se hace efectiva y real a través de la publicidad”.

Si se hace caso a esto último –y por mi parte apenas si hay incon­ve­nien­te alguno–, se están reconociendo distintos grados de eficacia según que el derecho esté inscrito o no, y si la publicidad registral es la forma más perfecta de publicidad, no cabe duda que la inscripción es la mejor ma­­nera de que la “eficacia erga omnes” tienda a la perfección. Prefiero utilizar esta última expresión y no el término “absolutividad” por las razones que expuse en otros trabajos. Y vistas así las cosas –y aún pres­cindiendo de que, para mí, lo más importante del derecho real es la efi­cacia erga omnes, –que es la tesis de CARRASCO PE­RERA–, creo que, en el fondo, hay muy poca diferencia entre lo que piensa MARTÍNEZ SANCHIZ y la posición de GARCÍA GARCÍA.

Finalmente, dice HUERTA TROLEZ que uno de los argumentos, tal vez el principal que invoca GARCÍA GARCÍA contra el concepto de inscripción declarativa es, en realidad, puramente terminológico, pues considera que el carácter declarativo de la inscripción supone reducir su eficacia al as­pecto exclusivamente negativo, como inoponibilidad de lo no inscrito. Pe­ro este argumento no es convincente, ya que la terminología clásica de ins­cripción declarativa no implica en absoluto la reducción de los efectos de la inscripción a la inoponibilidad, aspecto negativo de la publicidad registral. Ni pone en tela de juicio la importancia fundamental de los efectos plurales de la inscripción, tanto para el titular registral –prueba, legitima­ción, presunciones– como para los terceros –fe pública, prioridad y cierre re­gistral–. La inscripción declarativa, que extiende erga omnes y de for­ma cualificada los efectos del derecho real publicado, es de tal impor­tancia que la práctica demuestra como, en general, cualquier adquirente procura con afán la inscripción de su derecho.

Creo que, con lo dicho en el párrafo anterior, HUERTA TROLEZ está ad­­mitiendo la tesis de GARCÍA GARCÍA, salvo en lo que se refiere al nom­bre. En términos generales, podía estar de acuerdo con dicho autor –con HUERTA TROLEZ–, sobre todo en lo que se refiere a la eficacia de la ins­crip­ción, pues, en definitiva, respecto a la denominación, resulta obvio que solamente se trataría de una cuestión semántica. Sin embargo, creo que esta cuestión terminológica tiene cierta importancia. Si, como dije, se hablase de “inscripción declarativa erga omnes” creo que podría mante­nerse la denominación clásica, y seguramente se seguirá manteniendo. Pe­ro, con referencia al “id quod plerumque accidit” (a lo que nor­mal­mente sucede), la inscripción declarativa, como también he dicho, no tar­da en ser modalizada con expresiones como las de “simplemente declara­tiva” o “meramente declarativa”, que, por los menos, parece que preten­den em­pecer sus efectos y valor. Acabamos de ver como BERCO­VITZ con­sidera la inscripción como un “mero” instrumento de se­guridad.

Por lo demás, creo que HUERTA TROLEZ tiene toda la razón cuando di­­ce que “cualquier adquirente procura con afán la inscripción de su de­re­cho”, si bien esto hay que matizarlo para referirlo a cualquier adquirente que conozca alguno, y solamente alguno, de los efectos de la inscripción. Ba­sándome en una dilatada experiencia puedo decir que, cuando una per­so­na pregunta lo que puede pasar si no inscribe, no hace falta expli­carle los efectos de la inscripción, y mucho menos la posibilidad de una doble transmisión, que pondría en entredicho, injustificadamente, la hon­radez del transmitente. Basta con decirle que, si al transmitente le em­bar­gan la finca, el adquirente tiene que interponer ante el Juzgado una terce­ría de do­minio, y que, con ello, quedará resuelta la cuestión a su fa­vor. Y, en tal hipótesis, el interesado quiere que se practique inmedia­tamente la inscrip­ción a su favor, con lo cual he llegado a la conclusión de que, por lo me­nos a las personas normales, por regla general les horroriza tener que ir al Juzgado, aunque tengan toda la razón, y, particularmente, cuando lo pue­den evitar con una inscripción.

 

POSDATA:

En el año 1996 se publicó en la Revista Crítica un artículo mío, con el título de “Notas sobre la inscripción virtualmente constitutiva”, que tenía dos finalidades:

Una consistía en que no se aceptase la implantación de la inscripción constitutiva, teniendo en cuenta que ello produciría en Galicia muchísimo daño.

La otra iba encaminada a establecer un criterio conciliador, lo cual no deja de ser un error, pues un tal criterio no satisface ni a unos ni a otros.

 LA POSICIÓN PROCESAL DEL TERCER POSEEDOR DE FINCA HIPOTECADA

(trabajo de José Antonio García Vila)

 ARTÍCULOS DOCTRINALES

ARTÍCULOS DE LINO RODRÍGUEZ OTERO

 

Iglesia de Las Conchas en la isla de La Toja (Pontevedra). Autor: Fev.

Iglesia de Las Conchas en la isla de La Toja (Pontevedra). Autor: Fev.

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