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Nuevo libro: «De Escribanos a Notarios. Apuntes para una historia del notariado español».

NUEVO LIBRO: «DE ESCRIBANOS A NOTARIOS. APUNTES PARA UNA HISTORIA DEL NOTARIADO ESPAÑOL»

Autor: Plácido Barrios, notario de Alcalá de Henares 

Prólogo: Antonio Linage

 

Prólogo de Antonio Linage

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PRÓLOGO

En el duodécimo Congreso de la Unión Internacional del Notariado Latino, celebrado en Buenos Aires en 1973, hubo una misa en la catedral, en la cual pronunció una homilía el cardenal y arzobispo-primado, Antonio Caggiano. Dijo que la función del notario, de dar fe de los hechos, no terminaba con la firma de los documentos, puesto que los hombres, las instituciones y las generaciones pasan rápidamente, pero cuando los investigadores de la historia, mirando hacia atrás, después de algunos siglos, buscan la verdad histórica, comprueban que los documentos en que los notarios dieron fe, acreditan realidades concomitantes de pueblos, regiones y naciones.

No cabe una valoración más plena del documento notarial como fuente de la historia. Fijémonos en que fue un parangón de la dación de fe del notario en el presente negocial y del derecho viviente con esa otra de atestiguación del pasado ya hecho historia, hasta el extremo de colocar las dos misiones juntas, haciendo pensar a los oyentes en una estima comparable de la una y la otra.

Recordemos que el Notariado fue una conquista de la sociedad al Estado, que mediante él puso a disposición de los ciudadanos un instrumento definitivo de la seguridad jurídica en su vida, y una persona cercana investida de la facultad de conferírsela. Oyendo al purpurado argentino, con un poco de apertura hermenéutica podríamos entender que esa consecución también abarcaba la de facilitar a las sucesivas generaciones una fuente igualmente indiscutida para conocer el pasado de sus mayores.

Ha habido sin embargo quienes han negado ese valor a nuestros protocolos. El compañero Bono nos dio buena bibliografía alemana sobre ello, y el autor del libro que prologamos lo comenta en uno de los trabajos de este. Pero más que una discrepancia en torno a las fuentes, esa postura lo es en cuanto a la noción de la historia sin más, que ya no tendría por argumento la conducta humana en el tiempo sino la búsqueda de un instrumento dialéctico al servicio de ciertos fines.

El libro que tenemos a la vista, este libro escrito por el notario Plácido Barrios, tiene un argumento historiográfico cuya fuente exclusiva son documentos en su día autorizados por los escribanos de entonces, y que ahora siguen dándonos fe, y seguirán después, dotados de la misma que en su momento tuvieron, como una victoria sobre el tiempo, que ha conseguido convertir uno de los gramaticales en otro, pretérito en presente.

Y antes de proseguir debo subrayar una particularidad de los protocolos notariales, como es sabido los de cada notario ordenados cronológicamente y encuadernados. Es la insospechada variedad de lo que en ellos puede encontrarse. Son la fuente de la historia más propicia a las sorpresas. Por lo tanto, para el investigador una tentación que puede llegar a ser peligrosa, como para Ulises el canto de las sirenas, si se deja desviar de sus propias metas de búsqueda. Una índole tan variada como lo es la vida misma, sin límite alguno, y de ahí su valor.

Plácido Barrios es notario en ejercicio y además entregado a la vida corporativa. Pero los quehaceres del hoy no han apagado, al contrario, su sensibilidad hacia ayer. Con lo cual la impronta de la vocación y la profesión en su biografía, en su persona y en su trabajo resulta integral.

No debemos perder de vista la trascendencia del pasado en el presente, a través del cual sigue viviendo de alguna manera, y de ahí la relevancia de la historia, no su pretendida condición de maestra de la vida de la que aquí no voy a decir nada. Por lo mismo, y limitándonos al ámbito de los oficios, hay que convenir en que quienes ejercen cualquiera de estos sin idea de cómo sus menesteres se desenvolvieron antes en ellos ni recuerdo alguno para sus predecesores, están faltos de una dimensión.

En cambio, cuando Plácido lee una escritura autorizada por cualquiera de los antiguos escribanos, se siente un sucesor del fedatario, y a su vez piensa que sucesores suyos serán los notarios del futuro que acaso lean alguna suya.

A propósito de lo cual yo no me resisto a consignar aquí la impresión que tengo al leer en los instrumentos públicos antiguos el “testimonio de verdad” de sus autores. Y es que, a pesar de las diferencias que en la historia del Notariado existen entre los de unas y otras épocas, se intuye la sucesión plena en esa fidelidad a la dación de fe. Muy distinta la condición social y el acervo intelectual de los escribanos en unos y otros tiempos y lugares -a veces entre otras cosas con una proliferación escandalosa de los mismos, por ejemplo, para satisfacer los intereses de los poderes que enajenaban sus oficios-, muy diferentes de los sucesivos notarios seleccionados en oposiciones rigurosas y socialmente prestigiados como titulados de una carrera valorada. Muy distintos pero hermanados en la condición excelsa de depositarios de la misión de imponer la veracidad. Hasta el extremo de darnos la impresión de estar dotada esa responsabilidad de un vigor tan imperativo que llevaba consigo el repudio de cualesquiera tentaciones maléficas en los peores momentos, y el mantenimiento de la ilusión de alumbrarse con la luz de la que dijo dar testimonio el patrón San Juan Evangelista.

Con lo que, antes de proseguir hemos ya de decir algo de uno de los capítulos de este libro, el titulado De escribanos a notarios. El argumento es complejo y amplio, porque hasta los notarios de la Ley Orgánica de 1862 no había unidad en los predecesores. Por una parte, en la monarquía, a pesar de ser absoluta, existía la variedad de potestades caracterizadora del antiguo régimen, y por otra las competencias de la Iglesia en este orden de cosas traspasaban a menudo sus fronteras con el Estado. Dando lugar a situaciones divisibles, con una clase de escribanos para cada miembro del cuadro sinóptico.

Así las cosas, el que lea el artículo de Plácido tendrá ya una visión de conjunto de aquel panorama y de las diferencias que le separan del actual. Pues no ha entrado en los pormenores ya que no era su intención, pero por eso ha podido exponer la materia abordada con una claridad mental decisiva para la comprensión del lector deseoso de la primera información que acaso pueda ser el inicio de una búsqueda.

El autor, insistimos, es un notario enamorado de su oficio. Lo cual bastaría para despertar su interés por los archivos de protocolos. Pero además es un hombre acuciado por la curiosidad, lo que le suscita el afán de búsqueda esperanzada en ellos de filones despertadores de inquietudes, de las suyas y de las correlativas de sus lectores. Inquietudes por lo que fue, a la luz de lo que es, y de la incógnita de lo que será entre los temores y las esperanzas.

A mediados del pasado siglo, Dámaso Alonso dijo que la virtud o el vicio de la curiosidad eran planta exótica en nuestro país. No estoy en condiciones para valorar la evolución de esa realidad desde entonces si es que la ha habido. François Mauriac escribió que en la mayoría de las familias burguesas de Francia no se conocían los nombres de los bisabuelos. Evidentemente los Pirineos no eran una barrera para esta desidia. Por poner otro ejemplo yo estaría tentado de afirmar que la mayoría de los vecinos de una calle no saben nada del personaje que la da título.

En el caso de Plácido, me atrevo a sostener que la curiosidad que le ha inspirado este libro debe resultar adecuada para suscitar la de quienes le lean, por otro de sus caracteres, la índole soberanamente humana de los temas elegidos.

El lenguaje de los protocolos notariales da más de lo que promete, hasta ser un esbozo de un posible estudio futuro a llevar a cabo por el propio autor de todos los aspectos materiales de la elaboración del documento y su expresión. Así, trata de las letras de su escritura, terreno en el que se debe haber sentido más seguro, por haber hecho algún curso oficial de Paleografía, como hasta tiempos no demasiado alejados era obligatorio para todos sus colegas. Se ocupa también del sello, y del papel timbrado, capítulo este que a los filatélicos molestaba por competitivo en el desarrollo de su coleccionismo, estimado como una intrusión por su falta de conexión con el correo, más coincidentes sus pliegos con los sellos postales por su naturaleza común de signos de valor.

Pero el apartado de más interés, y susceptible de una generalización, es el que del idioma de los documentos trata, y no tanto por las expresiones y repeticiones formularias cuanto por el lenguaje de los mismos otorgantes, o sea, el suyo cotidiano, y de los escritos de su aportación, como los inventarios de bienes muebles, o la espontaneidad variopinta de las actas. Un capítulo en el que la mayoría de los notarios tendrá algo que decir, y sin necesidad para ello de conocimientos filológicos o aledaños especializados, sino reflexionando en la relectura de los documentos en su día por ellos mismos autorizados sin más.

Sabemos ya pues quiénes eran aquellos escribanos, los autores de los documentos de que este libro se ocupa, y cómo confeccionaban sus instrumentos. Veamos cuáles de estos ha elegido nuestro autor.

Sus noticias sobre los cinco gremios mayores de Madrid en los siglos XVII y XVIII y la coetánea emigración a la capital parecen haberle sido sugeridas al toparse con ellas en el curso de su investigación principal, un botón de muestra de la que decíamos tentadora fecundidad argumental de estos archivos. Es interesante la comprobación de que la Villa y Corte emergente ya era el imán acogedor de las poblaciones foráneas, rompeolas de todas las Españas, con la bastante atracción para integrarlas en su seno, y quedarse con sus huesos a la hora de pagar su tributo a la tierra, cual se manifiesta en su elección de sepultura, por cierto, con predilección por la iglesia del patrón San Ginés.

Dos estudios más extensos y cuidados están dedicados a sendas gentes marginales y oprimidas, los esclavos, sumisión individual en principio ilimitada a la potestad del amo, y los moriscos, minoría subsistente de la larga etapa islámica, víctima de una tiranía de restricciones y medidas persecutorias que desembocaron en la expulsión.

El fenómeno de la esclavitud en la Edades Moderna y Contemporánea españolas no es muy conocido, a pesar de haber durado hasta 1837 en España y 1880 en Ultramar. Por eso es bienvenido el resumen que el autor nos da de su evolución en los distintos territorios y de la condición de los esclavos, y de su procedencia, así como del rescate en su caso, una institución en funcionamiento constante. El inolvidable y entrañable Juan Torres Fontes, cronista de Murcia y profesor de su Universidad, subrayó la ininterrumpida comunicación entre uno y otro lado del Estrecho con esas miras, una cotidianidad y permanencia en las noticias y novedades que nos cuesta trabajo imaginar, teniendo en cuenta la distancia, las posibilidades limitadas de la navegación y la hostilidad entre las dos orillas.

Los documentos incorporados son bastantes y adecuadamente elegidos para darnos una visión panorámica de la situación, a saber, distintas hipótesis de ventas y permutas de los esclavos, cartas de libertad mediante el rescate o sin él, una vez por testamento, otra por maternidad de la esclava. En fin, incluye un acta de manifestaciones a instancia del autor del Quijote.

Muy interesante es la puesta de una gitana menor al servicio de un escribano por un precio necesario para rescatar de galeras a su padre. Todas las estipulaciones del documento son instructivas. El interés nos parece estar en no ser demasiado abundantes los que a la etnia gitana se refieren. ¡Parece que ni siquiera mencionó su genocidio el tribunal de Núremberg!

El trabajo sobre los moriscos tiene una envergadura y una tendencia a la exhaustividad en el elenco de las cuestiones, tanto en la atención a la problemática permanente mientras duraron como a las temporales surgidas del impacto de acontecimientos varios, que nos permite calificarlo de estudio completo del tema, susceptible de ser ampliado, pero solo en el desarrollo cuantitativo, no en la valoración cualitativa de la interrogación que hace a la historia el autor, contribuyendo a responderla.

No se detiene mucho en el enjuiciamiento de la cuestión, sobre todo de la solución final, pues no entraba en sus propósitos predominantes al emprender su tratamiento, prefiriendo dejárselo al lector, aunque recoge algunas opiniones. Sin embargo de lo cual adivinamos la impregnación del erudito por la índole, humana, demasiado humana del argumento y haber sido ello lo que suscitó su interés inicial determinante de la elección. Nosotros apuntamos únicamente y como lectores que, ante el tribunal de la historia, la aprobación específicamente de aquel doloroso desenlace implica la genérica de la limpieza étnica, algo de que nuestro siglo y el pasado tienen tanto que responder. De una parte, el principio de que el fin justifica los medios no es sino la expresión cínica del abuso que acabará conduciendo a la del crimen. De otra, que, en este caso, son los fines mismos los censurables. Nada más lejos de la frivolidad que recordar aquí lo que oí a un jesuita valenciano misionero en la India, el padre Barranco, que desde que vivía en esta España le aburría, por lo igual y plano de toda la población, a diferencia de su país de adopción, donde un pequeño trayecto bastaba para encontrar gentes distintas en vestimenta, idioma y credo.

Más breve pero muy enjundioso es el artículo dedicado al perdón o la venganza del adulterio, y lo decimos así porque se adentra en la entraña de los sentimientos más profundos del hombre y la mujer en una esfera a cual más penetrante en la psicología de la especie, con el añadido de su valoración no solo individual sino social también.

Una solución es la vindicación irrenunciable y absoluta de la afrenta sufrida por el honor ultrajado. Ningún clásico más adecuado para ilustrarla literariamente que Calderón de la Barca, tanto que para definirla se ha introducido en el Diccionario el epíteto de calderoniano –A secreto agravio secreta venganza, El médico de su honra, El pintor de su deshonra-.

En el otro extremo pues del “perdón de cuernos”. Para la expresión de este en la literatura recordamos una escena novelística de un escritor portugués injustamente poco conocido en España y acaso hoy olvidado, pero que en su día era valorado por algún crítico extranjero como parangonable nada menos que a Dostoievski, Aquilino Ribeiro, el hombre de la Beira Alta.

Retorna de la emigración un hombre que había dejado a su mujer en el pueblo. La llevaba de regalo un mantón, que para su ambiente y dentro de sus posibilidades era precioso y valioso. Al llegar a su casa la encuentra embarazada, por supuesto en su ausencia. Los circunstantes aguardan su reacción en la situación violenta que puede suponerse. Él se queda perplejo. Hasta que de repente echa el mantón en los hombros de la cónyuge infiel.

Nosotros nos preguntamos por la reacción del lector, incluso el de hoy, ante uno y otro ejemplo. Plácido Barrios nos aporta dos de la segunda solución en Sevilla, los años 1499 y 1555. Y uno de la primera, la venganza de la sangre, 1477 en la misma ciudad.

Muestras evidentes de la trascendencia de los protocolos notariales para adentrarse en los hondones más relevantes y significativos del paso del hombre por la tierra. La cual, en otro trabajo del autor sobre las que acertadamente llama “actas singulares”, es una muestra de la cualidad en su génesis y producción, del documento notarial en sí y concretamente de esa especie suya, para la constancia del hecho a valorar en el presente y preservar definitivamente para el futuro, ello conseguido, en algunos casos, gracias a la actuación a cual más violenta y comprometida de los escribanos fedatarios, sin fronteras protectoras en la dación de fe objeto de su acta de presencia. Pero, ¿más o menos violenta y comprometida en su tiempo que en el nuestro y sobre todo en el de nuestro pasado inmediato?

La respuesta sería muy fácil, pero no debe ser demasiado simple. En este aspecto hay que distinguir entre la moral sexual y la actitud de la sociedad ante la misma, y concretamente en esta última vertiente, no solo en cuanto a la sustancia sino también a la apertura o la reserva hacia su abordaje público y privado, sin confundir el puritanismo con la pureza. Algunos testimonios del pasado que estamos acostumbrados a definir simplificadoramente como inquisitorial, y concretamente testimonios iconográficos, hasta en la sillería de alguna catedral, por ejemplo, nos informan de que había una mayor naturalidad en esos tiempos que en el siglo XIX y la primera mitad del XX, lo cual hay que tener presente al enfrentarnos con la tarea de aquellos escribanos autorizantes.

De las actas transcritas parcialmente por Plácido Barrios, las hay de manifestaciones, de donación a una hermana de una cantidad para que la aportase como dote a su matrimonio proyectado, de la misma novia dotante, de dote del marido a la esposa. En todas las cuales se hace constar su condición de virgen. En otra el futuro contrayente declara que esta condicionará a su vez su decisión de casarse. En una de ellas se trata de comprobar, con vistas al futuro, la pérdida de la virginidad por una niña a causa de un accidente de juego, mediante información testifical.

Otras son actas de presencia de la práctica de la circuncisión por motivos médicos o fisiológicos, a fin de contar con una prueba de no haberse debido a motivos religiosos. El escribano estaba presente y la describe en cada caso.

Una presencia, si cabe más comprometida, del escribano, tiene lugar cuando este da fe de un parto. Y, en fin, mucho más cuando lo hace de la consumación de un matrimonio, tras una declaración jurada y otra testifical, e yo el notario los vi, por espacio de cuarto o media hora.

En nuestro días, tras las diligencias precisas para obtener en el tribunal eclesiástico la dispensa del matrimonio no consumado, hubo quien dijo que, de haber conocido su índole tan enojosa, no habría instado el procedimiento. Y un profesor de derecho matrimonial en una universidad canónica romana, famoso por lo descarnado de sus ejemplos y la manera de presentarlos, se justificaba alegando ser la mejor manera de evitar los malos pensamientos a los castos oídos de sus alumnos célibes. El cotejo de estas posturas con los documentos notariales a que acabamos de aludir daría margen a ciertas reflexiones comparativas. El autor no las hace, pero gracias a la exhumación de los mismos luego del acierto en la selección, deja la posibilidad de que cada lector se las haga.

Una aportación bastante decisiva a esta vindicación de las actas como género del instrumento público, pero cuya tipificación no puede hacerse por una supuesta naturaleza inferior que iría integralmente en contra de la realidad. Como podrá el lector comprobar en el apartado que sigue, el de la guerra civil.

Guerra civil que nadie puede discutir fue el fenómeno histórico más trascendente de los últimos siglos en España, con intensa repercusión en el resto del mundo -baste el dato de que en la lejanísima universidad de Melbourne se acometieron los estudiantes entre sí al disputar sobre ella-, y que de una manera inmediata afectó a la abrumadora mayoría de los españoles. En consecuencia, el interés por su conocimiento no puede ser más natural en cualquier historiador y cualquier español, por no hablar de las gentes de fuera. Cierto que hay posturas adversas a esta naturalidad. Yo recuerdo haberle oído irónicamente a ese cultísimo periodista que fue Martín Ferrand estar bastante extendida la creencia de que la guerra civil no había existido. Pero ese fenómeno de psicología individual o colectiva es algo ajeno a los historiadores.

Yo debo ocuparme solo de Plácido Barrios. Y veo en su apasionamiento por este tema un paralelo al que le llevó a elegir la profesión de notario, el interés específico por el caso concreto inmediato y el genérico por el hombre en sí, por el prójimo en el sentido etimológico del vocablo, en consecuencia, más allá de las operaciones militares, por la guerra civil como una multiplicidad de vivencias a las que podía aflorar lo mejor y lo peor de la condición humana.

Su repercusión en el Notariado es un ejemplo, una gota de agua en el mar, de la que tuvo en tantas y tantas, por no decir en todas las actividades, los grupos, las entidades y las profesiones, como los individuos, del país.

Pero desde el punto de vista de la valoración de la función notarial, entrando en la entraña de su justificación misma, significa mucho más, hasta el extremo de ser una respuesta al interrogante de algunos, de fuera y aun de dentro, ¿para qué sirven los notarios?

Es evidente que en la zona gubernamental la contratación cayó en picado. Las causas son tan naturales que no vale la pena insistir en ellas. Baste consultar el anuario de la Dirección General y las cifras de los documentos otorgados en esos años. El Notariado dejó de ser un medio de ganarse la vida para casi, si no todos sus profesionales. Por otra parte, para algunos de los partidos y grupos más representados o influyentes en el Gobierno de Valencia, se trataba de una institución burguesa cuya supervivencia en el nuevo orden social deseado no estaba ni mucho menos asegurada.

Sin embargo, se otorgaron entonces algunas actas notariales de un interés histórico primordial, tal las documentadoras de los daños sufridos por el tesoro artístico del país y las actuaciones para su salvación, a instancia por lo tanto de las autoridades de entonces, incluidas las que no estimaban al Notariado precisamente ni creían en su porvenir.

Una de aquellas actas, en otro ámbito sin desperdicio, sirve de epígrafe al último artículo de este libro. Remito a su lectura. Los dos que le anteceden espigan en el país tan atormentado los avatares del Notariado y los notarios, durante la guerra y la postguerra larguísima, hasta en la transición.

Oportunamente evocados a esta hora tan diversa y lejana de la historia, cuando los huesos de los enterrados de uno y otro bando comparten su único destino posible, hacerse tierra a fundirse con la tierra madre de todos, y su solo mensaje es la demanda de paz, piedad y perdón. Con parecidas palabras lo escribió alguien entonces. Ya no importa quién fue, por haberse convertido en el portavoz de los unos y de los otros, los de entonces y los de hoy.

Y ya es hora muy pasada de terminar estas líneas. Escritas desde la avanzada senectud, la vejez que siempre es enfermedad, según lo dejó dicho Séneca, pero destinadas a la madurez juvenil, que podríamos llamar también juventud madura, del compañero Plácido Barrios, en el entusiasmo de la esperanza de su pluma capaz de recordarnos la dulzura fluida del verso virgiliano, iuventus iuvat vitam excoluisse per artes. Puesto ya el pie en el estribo, en el trance de hacer el balance de la existencia, uno de los estímulos es el vislumbre de alguna huella impulsora del que se va en la promesa de los que llegaron a esta tierra después, y así se abre paso en la pesadumbre de los años una ráfaga de aquella ilusión de los días de las oposiciones que ahora se detiene en la fe en el autor de este su primer libro. Faciant meliora sequentes.

Madrid, 9 de octubre de 2021

ANTONIO LINAGE

 

ÍNDICE:

  • Prólogo de D. Antonio Linage Conde
  • CAPÍTULO 1. DE ESCRIBANOS A NOTARIOS
  • CAPÍTULO 2. EL LENGUAJE DE LOS PROTOCOLOS
  • CAPÍTULO 3. SAN GINÉS DE ARLÉS, “PATRONO DE LA MEDALLA” DEL ILUSTRE COLEGIO NOTARIAL DE MADRID
  • CAPÍTULO 4. LOS CINCO GREMIOS MAYORES DE MADRID. MADRID A FINALES DEL SIGLO XVII: INMIGRACIÓN, POBREZA Y ACCESO A LA VIVIENDA
  • CAPÍTULO 5. LA ESCLAVITUD EN LOS PROTOCOLOS
  • CAPÍTULO 6. LOS MORISCOS EN LOS PROTOCOLOS NOTARIALES
  • CAPÍTULO 7. “CARTAS DE PERDÓN DE CUERNOS”: EL ADULTERIO EN LOS PROTOCOLOS
  • CAPÍTULO 8. ACTAS “SINGULARES”: DE PARTOS, CIRCUNCISIÓN, VIRGINIDAD Y CONSUMACIÓN DE MATRIMONIO. LAS MANCEBÍAS
  • CAPÍTULO 9. LA GUERRA CIVIL Y LA PROFESIÓN NOTARIAL (1.ª parte)
  • CAPÍTULO 10. LA GUERRA CIVIL Y LA PROFESIÓN NOTARIAL (2.ª parte)

 

El autor cederá sus derechos en esta edición a un fin altruista: Becas para colegiales del Colegio Mayor Cesar Carlos, en Madrid

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