Un cuento chino.

Un cuento chino.

Admin, 30/01/2015

UN CUENTO CHINO: “LA MONTAÑA DONDE SE ABANDONABA A LOS ANCIANOS”

Nuestros mayores se nos van yendo y nosotros nos acercamos a nuestro final día a día. Una generación es mucho más que un referente. Porque ha sido, sencillamente, nuestra manera de vivir. Y dudo que nuestras aptitudes supongan un relevo de la misma categoría. Hace pocas semanas, crucé, en plena hora de la cena, por el comedor, con un grupo de ancianos. Se trataba de llegar a coger un ascensor, así que di la vuelta y anduve despacio por aquel pasillo, entre las mesas, sujetando mi ritmo hasta acercarlo al suyo y tratando de comprender, de entender el sentido de la vejez. Ellos no me miraban. Porque ni siquiera me veían. Inmersos en una rutina de analgésicos, antiinflamatorios, paseos, algo de higiene y algunos alimentos, pasaban sus horas como si no fueran las mismas. El tiempo, digo, es otro. Ya es otro. Porque las ilusiones, las metas, los afectos, en un cuerpo que te responde y reconoces, tiene el mismísimo valor de la vida. Pero el cuerpo es otro. Y los demás son otros. Y tú eres un desconocido que arrastra como puede su dependencia y su fragilidad entre los que ahora deciden por ti, te vas dejando tus recuerdos por los pasillos, mientras cruzas, poco a poco, al otro lado del espejo. Porque la imagen que éste te devuelve es tan distinta a la tuya, que no llegas a acostumbrarte. Es una realidad tan lejana, y a la vez tan nuestra, tan cercana, que debe enloquecer. ¿Cómo explicar quién eres? ¿Cómo transmitir lo que quieres? ¿Y a quién? Tres de enero. De un año nuevo que comienza lleno de esperanza, de ganas de sentirnos mejor, de sentirnos bien. Porque si la vida es ese viaje en tren en el que van quedando asientos vacíos, los que seguimos, debemos asumir la responsabilidad de cuidar a los que nos cuidaron. De hacerles sonreír. De que tengan a alguien a quien poder mentir. (El último tren, Cayetana Guillén Cuervo, El Mundo)

 

LA MONTAÑA DONDE SE ABANDONABA A LOS ANCIANOS

 

Había una vez, hace mucho, mucho tiempo, una pequeña región montañosa dónde tenían la costumbre de abandonar a los ancianos al pie de un monte lejano. Creían que cuando se cumplían los sesenta años dejaban de ser útiles, por lo que no podían preocuparse más de ellos.
En una pequeña casa de un pueblecito perdido, había un campesino que acababa de cumplir los sesenta años. Durante todos estos años había cuidado la tierra, se había casado y había tenido un hijo. Después había enviudado y su hijo también se casó, dándole dos preciosos nietos. A su hijo le dio mucha pena, pero no podía desobedecer las estrictas órdenes que le había dado su señor. Así que se acercó a su padre y le dijo:
Padre, lo siento mucho, pero el señor de estas tierras nos ha ordenado que debemos llevar a la montaña todos los mayores de sesenta años.
– Tranquilo hijo, lo entiendo. Debes hacer lo que el señor diga -, contestó el anciano lleno de tristeza
.

Así que el joven se cargó al viejo a la espalda, ya que a su padre ya le era difícil caminar por el bosque, e inició el viaje hacia las montañas. Mientras iban caminando, el joven se fijó que su padre dejaba caer pequeñas ramas que iba rompiendo. El joven creyó que quería marcar el camino para poder volver a casa pero cuando le preguntó, el anciano le dijo:
– No lo estoy haciendo para mi, hijo. Pero vamos a un lugar lejano y escondido, y sería un desastre que te desorientases y no pudieses volver. Así que he pensado que si iba dejando ramitas por el camino seguro que no te perderías.
Al oír estas palabras el joven se emocionó con la generosidad de su padre. Pero continuó caminando porque no podía desobedecer al señor de esas tierras.
Cuando finalmente llegaron al pie de la montaña, el hijo, con el corazón hecho pedazos, dejó allí a su padre. Para volver decidió utilizar otra ruta, pero se hacía de noche y no conseguía encontrar el camino de vuelta. Así que retrocedió sobre sus pasos y cuando llegó junto a su padre le rogó que le indicara por dónde tenía que ir. Se volvió a cargar a su padre a la espalda y, siguiendo las indicaciones del anciano, empezó a cruzar el valle por el que habían venido.
Gracias a las ramitas rotas que el viejo había dejado por el camino, pudieron llegar a su casa. Toda la familia se puso muy contenta cuando vieron de nuevo al anciano. Entonces, el joven decidió esconderlo debajo los tablones del suelo de su cabaña para que nadie lo viese y no le obligasen a llevárselo otra vez.
El señor del país, que era bastante caprichoso, a veces pedía a sus súbditos que hiciesen cosas muy difíciles. Un día, reunió a todos los campesinos del pueblo y les dijo:
– Quiero que cada uno de vosotros me traiga una cuerda tejida con ceniza
 Todos los campesinos se quedaron muy preocupados. ¿Cómo podían tejer una cuerda con ceniza? ¡Era imposible! El joven campesino volvió a su casa y le pidió consejo a su padre, que continuaba escondido bajo los tablones.
 – Mira -, le explicó el anciano-, lo que tienes que hacer es trenzar una cuerda apretando mucho los hilos. Luego debes quemarla hasta que solo queden cenizas.
El joven hizo lo que su padre le había aconsejado y llevó la cuerda de ceniza a su señor. Nadie más había conseguido cumplir con la difícil tarea. Así que el joven campesino recibió muchas felicitaciones y alabanzas de su señor.
Otro día, el señor volvió a convocar a los hombres de la aldea. Esta vez les ordenó a todos llevarle una concha atravesada por un hilo. El joven campesino se volvió a desesperar. ¡No sabía cómo se podía atravesar una concha! Así que, cuando llegó a casa, volvió a preguntar a su padre lo que debía hacer y éste le contestó:
 – Coge una concha y orienta su punta hacia la luz- explicó el anciano-. Después coge un hilo y engánchale un grano de arroz. Entonces dale el grano de arroz a una hormiga y haz que camine sobre la superficie de la concha. Así conseguirás que el hilo pase de un lado al otro de la concha.
El hijo siguió las instrucciones de su padre y así pudo llevar la concha ante el señor de esas tierras. El señor se quedó muy impresionado:
– Estoy orgulloso de tener gente tan inteligente como tú en mis tierras. ¿Cómo es que eres tan sabio? – le preguntó el señor.
El joven decidió contestarle toda la verdad:
– Veréis señor, debo ser sincero. Yo debería haber abandonado a mi padre porqué ya era mayor, pero me dio pena y no lo hice. Las tareas que nos encomendó eran tan difíciles que solo se me ocurrió preguntar a mi padre. Él me explicó cómo debía hacerlo y yo os he traído los resultados.
Cuando el señor escuchó toda la historia, se quedó impresionado y se dio cuenta de la sabiduría de las personas mayores. Por eso se levantó y dijo:
– Este campesino y su padre me han demostrado el valor de las personas mayores. Debemos tenerles respeto y por eso, a partir de ahora, ningún anciano deberá ser abandonado.
Y a partir de entonces les ancianos del pueblo continuaron viviendo con sus familias aunque cumplieran sesenta años, ayudándolos con la sabiduría que habían acumulado a lo largo de toda su vida.

ALGO + QUE DERECHO

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